Londres: ¿Una derrota del terrorismo? 

Julio 2005

por Abel Baldomero Fernández
 

El terrorismo ha pasado a ser, a comienzos del siglo XXI (E.C.), una parte de la realidad con que todos los seres humanos (especialmente si usamos el transporte público) debemos convivir. Es explicable que nos angustiemos frente a ello, y que busquemos una explicación a la que podamos aferrarnos, como si asignarle una causa pudiera acercar una solución. Así, se mencionan – según la inclinación ideológica del analista - desde la pobreza global, la emigración sionista a Palestina, las tasas de natalidad en los países musulmanes, hasta el simple dato que el petróleo es la fuente de energía con el costo de obtención más bajo, y por lo tanto la más valiosa. Todas estas cosas están en el origen o en el desarrollo del conflicto que vivimos, del que los terroristas y sus represores son sus protagonistas, pero no cambian el hecho brutal que el conflicto está en marcha, y con la lógica perversa de todas las guerras se alimenta de sí mismo. Sus víctimas provocan castigos y venganzas, que producen otras víctimas y así avivan la hoguera del odio.

También es explicable, entonces, que al hombre de la calle – que, aunque acepte alguna de esas causas, la que su diario habitual repite, generalmente no tiene mucho compromiso ideológico y por ello entiende más las emociones humanas – se le escuche decir muchas veces que el terrorismo nunca podrá ser extirpado. Esto no es necesariamente así. En varias oportunidades en la historia reciente, sociedades que sufrieron este flagelo lograron contenerlo y librarse de él, sin que aparezca revivir, al menos por un lapso prolongado. Los Baader-Meinhof en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia ya no actúan, y no han aparecido sucesores. El I.R.A. parece comprometido en un camino de negociación, habiendo dejado de lado las bombas. La historia de las guerrillas latinoamericanas y su represión fue muy diferente de la europea, como todos saben, pero también ahí el camino de la lucha armada ha sido abandonado en la actualidad. En Estados Unidos el terrorismo nativo nunca ha superado la dimensión policial.

Por supuesto, lo que estamos viviendo hoy tiene una naturaleza diferente, por su misma magnitud. Es global, un calificativo tan usado hoy y que pocas veces se ajusta tanto a la realidad como en este caso: Las bombas estallan y cobran vidas inocentes desde Bali hasta Buenos Aires, pasando por Bagdad. Y aunque sólo una minúscula minoría de musulmanes esté comprometida con las organizaciones terroristas, los que las combaten deben tener presente que son mil millones de fieles del Islam los que se sentirán ofendidos y furiosos por los errores – y crímenes - que inevitablemente se cometerán en esa lucha. Sin hablar, por supuesto, de las afrentas que los países occidentales – y Rusia - han cometido contra países musulmanes en el pasado y en el presente, más allá de la lucha antiterrorista.

Y, como advertía en un artículo que escribí hace cuatro años (Las Torres Gemelas y el secuestro de Aramburu), son los hombres jóvenes de esa inmensa comunidad islámica, extendida desde las Filipinas hasta Londres, quienes sienten el llamado de la convocatoria de odio, venganza y heroísmo que les propone Al Qaeda y sus imitadores.

Aunque los países cuyos habitantes profesan el Islam son débiles militarmente en relación a la superpotencia, es en ellos donde – por obvias razones demográficas, si no otras – se define esta confrontación. Es en la historia musulmana, entonces, (y quizás en la Biblia) donde podemos encontrar algunas indicaciones de lo que puede traer el futuro.

Hace unos setecientos cincuenta años el mundo musulmán también estaba sumido en el desorden y amenazado por potencias extrañas y hostiles. Aunque sus instituciones y su cultura eran aun claramente superiores a las de sus vecinos occidentales, a quienes llamaban los francos, su gobierno nominal – el califato de los Abasidas – era una decadente sombra de antiguas glorias.

En Egipto surgía una nueva potencia militar, heredera del califato disidente de los fatímidas, pero estaba absorbida en el enfrentamiento con las posesiones coloniales de esos mismos francos en la que denominaban Tierra Santa (invadida en las primeras cruzadas).

Para peor, los países musulmanes se enfrentaban al peligro sin precedentes de una maquinaria militar muy superior, que ya le había asestado golpes durísimos y se preparaba para arrasar las tierras de Persia e Irak: el imperio nómada de los mongoles.

El Islam mantenía intactas su fe y su fervor religioso, pero éste se expresaba en múltiples sectas, la mayoria de ellas identificada con alguna versión de las reivindicaciones de la línea de Alí – la doctrina chiíta – opuesta a la hegemónica ortodoxia sunnita. Una de ellas, en particular, conducida por un líder religioso-militar, Hasan ibn Sabah, el Viejo de la Montaña, había desarrollado dos siglos antes a límites nunca alcanzados la práctica, con muy viejos antecedentes en el Medio Oriente, del terrorismo como arma política. Y la usaban en lo que concebían como la causa de Dios.

Un cuerpo de élite de homicidas altamente entrenados, que despreciaban su propia vida, los fidais, sembraba el terror entre los reyes y potentados de los reinos cristianos del Levante, y entre los emires musulmanes que se enfrentaban a la secta. El miedo que inspiraban dio un mismo vocablo a varios idiomas occidentales: el haschish que consumían en sus ritos hizo que los llamaran hashishin. De ahí viene la palabra asesinos.

Durante cerca de doscientos años fueron un factor a ser tenido en cuenta en la geopolítica del Medio Oriente. A su ciudadela en Alamut, en el norte de Siria, enviaron embajadores el gran Saladino y Federico Hohenstaufen, monarca del Sacro Imperio. Hasta que irrumpieron en escena los ejércitos mongoles comandados por Hulagu Khan, nieto de Gengis y hermano de Kublai, soberano de China y anfitrión de Marco Polo.

Los mongoles aplicaron sus técnicas acostumbradas de estrategia, velocidad y masacre. Alamut cayó sin una batalla. La secta de los Asesinos desapareció de la faz de la Tierra, aunque los estudiosos identifican sus doctrinas religiosas con la versión ismaelita del chiísmo.

Hulagu procedió a conquistar y arrasar Bagdad. Los historiadores reconocen no menos de 250.000 muertos. Crónicas contemporáneas hablan de 800.000. El caudillo mongol, que fundó el Il-Kanato de Persia, era – como su abuelo, padre y hermanos – un pagano y, como los jefes mongoles de su generación, hostil a la religión de Mahoma. En la matanza general, había dado órdenes de exceptuar a los cristianos. Su madre había sido una princesa cristiana de rito nestoriano, Sorgagtani Beki, y los cristianos de Oriente soñaron que se revertían setecientos años de avance musulmán.

Pero las enseñanzas del Corán habían echado profundas raíces en las almas de los súbditos del Il-Kanato. Los nietos de Hulagu Khan ya fueron devotos musulmanes, y el último de sus líneas llevó el nombre de Mohammad Khan. Quizá algunos eruditos nestorianos se preguntaron a sí mismos cómo podía ser aquello, si habían ganado la guerra.

Si es así, olvidaban que las guerras, en el largo plazo, se ganan o se pierden en las mentes de los hombres.
De esta forma, el tercer atentado de cierta entidad-Londres en este caso - puede tener una doble lectura.

Iniciáticamente puede abrir un espacio político y militar entre ambos mundos – el occidental y el oriental - que implique el comienzo de la verdadera derrota del terrorismo. Primacía de la política.
 

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