Escribí este artículo – uno de los muy pocos míos que salió
del círculo epistolar de los mails entre amigos y fue tomado por algunas
publicaciones – hace casi cinco años, en octubre de 2001. Algo me dice que
sigue teniendo actualidad.
Abel B. Fernández
Los eventos del 11 de septiembre de este año (2001, recuerdan) han producido, como corresponde a la era en que vivimos, una inundación sin paralelo de palabras. Nadie las ha leído todas, ni siquiera una mayoría de ellas. Humildemente, entonces, siento que debo justificar la pretensión de agregar algo, desde este lejano Sur Occidental.
Mi planteo es que la experiencia argentina con la guerrilla urbana y su
represión en la década de los ´70 del siglo pasado brinda aportes útiles
para analizar la situación actual en el mundo y sus posibles desarrollos (A
condición, claro, que no se pierdan de vista las diferencias fundamentales
entre una y otra realidad).
Como en el resto de Latinoamérica, la guerrilla y los mecanismos represivos
contra ella eran realidad en Argentina desde más de diez años antes del 29
de mayo de 1970, cuando fue secuestrado el ex-presidente Pedro E. Aramburu.
El peronismo proscrito, después de la experiencia embrionaria de la
Resistencia, ensayó aventuras asociadas con los nombres de Uturunco y Taco
Ralo, formándose en su seno las FAP, Fuerzas Armadas Peronistas. Desde Cuba,
Ernesto Guevara impulsó el romántico y enloquecido proyecto del Comandante
Segundo, el Ejército Guerrillero del Pueblo y - ya descartando la mitología
campesina - sentó las bases de las FAR, Fuerzas Armadas Revolucionarias. Con
origen nacionalista y algunos rasgos fascistas, creció Tacuara, que iba a
emplear tácticas de guerrilla urbana antes que los Tupamaros en el Uruguay.
Finalmente, y ya en la segunda mitad de los ´60, un partido trotskista, tras
la correspondiente asamblea, se dedica a formar una organización
político-militar, el ERP, y prepararle una base territorial en Tucumán.
Con todo esto, en los '60 la guerrilla no era una parte importante de la
política para la mayoría de los argentinos, y muchísimo menos aún de su vida
cotidiana. Excepción hecha de la minoría de jóvenes politizados, donde en
cada uno de los grupos en que se expresaban y dividían las corrientes
ideológicas discutíamos la posibilidad y legitimidad de la lucha armada. Y
aún entre ellos, los que consideraban en serio tomar las armas (a favor o en
contra de la Revolución) eran muchos menos que los que debatían el tema.
Eran, en sustancia, una minoría.
Las movilizaciones estudiantiles contra el presidente Onganía de fines de
esa década, y luego y sobre todo el Cordobazo, cambiaron el clima social.
Pero fue el secuestro del ex-presidente Aramburu el hecho que, como ningún
otro, convirtió a la guerrilla urbana en el instrumento político más
poderoso de los tiempos que comenzaban. No importó que militarmente
apoderarse de un general retirado tuviera menos peso en la relación de
fuerzas que robarle la pistola a un policía. Tampoco importó que, antes de
pocos meses, la mayor parte de la conducción original de la organización
responsable, Montoneros, estuviera muerta. Ni siquiera tuvo consecuencias
significativas que tanto públicamente como en el seno de algunas
organizaciones de cuadros del peronismo se afirmara que el secuestro tenía
complicidades y motivaciones en el mismo gobierno de Onganía. De inmediato,
la "orga” - los grupos de jóvenes católicos algunos de ellos entrenados en
Cuba - comienza a crecer, se fusiona con las FAR y absorbe a la mayoría de
esas organizaciones de cuadros jóvenes. Antes de dos años, Montoneros era la
fuerza hegemónica de la Juventud Peronista y el referente ineludible - sólo
detrás de Perón - del proceso revolucionario que se abría. En tres años,
estaba en control de buena parte del aparato del Estado y el enfrentamiento
con Perón se hacía inevitable.
Queda entonces claro lo que estoy planteando: los hechos que produce la
guerrilla urbana, incluso por supuesto los de su expresión más extrema y
antigua, el terrorismo, son hechos políticos y no militares en sus
objetivos. No están destinados a destruir o a debilitar las fuerzas de su
enemigo; la intención es atemorizarlo o, frecuentemente, enfurecerlo (en una
jerga ya pasada de moda, "desnudar su naturaleza represiva"). Sobre todo,
están dirigidos a aquellos a quienes se quiere convocar y sumar,
mostrándoles voluntad, audacia y la capacidad de golpear a quienes se odia.
La red Al-Qaeda no aspira a tomar el poder en los Estados Unidos, y
recuperar el territorio que hoy ocupa Israel es sin duda una aspiración
sentida pero no inmediata. El conflicto en Afganistán será trágico, pero no
decisivo; como lo dirían los yanquis, es un "side show". La tarea de Osama
bin Laden, y la de sus sucesores cuando él caiga, es organizar a los jóvenes
musulmanes que, desde las Filipinas hasta Londres, sientan la atracción de
su mensaje de heroísmo, muerte y odio al poder estadounidense. Sus objetivos
inmediatos no pueden ser otros que la toma del poder en países islámicos de
mayoría sunnita, desplazando a sus actuales gobernantes, hostiles, neutrales
o favorables, pero que no acepten ser sus instrumentos en la construcción de
la estructura política-religiosa-social que Bin Laden denomina con un
antiguo nombre, el Califato.
Por supuesto, esto puede estar más allá de la capacidad organizativa y
política de quienes lo intenten. También es posible que el Islam rechace,
desde su propia cultura y sus valores, condenándola a la esterilidad, una
propuesta que combina extrañamente la vertiente integrista y puritana de la
más pura tradición sunnita, el uso de la muerte propia y ajena como
instrumento de poder de algunas tradiciones shíitas, y las más modernas
metodologías de organización y comunicaciones de Occidente. Esto da para
otra historia. Pero el 11 de septiembre de 2001 el fuego en las Torres
Gemelas alumbró un camino siniestro, que todavía no sabemos hacia donde
lleva.
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