Mi intención de ayudar desde esta página a entender mejor la tensión entre la Iglesia Católica y la modernidad es, lo admito, pretenciosa. No soy teólogo; ni siquiera, me temo, un buen cristiano. Creo que algo puedo aportar solamente desde una formación católica, similar a la de muchos compatriotas, una simpatía profunda con algunos de los ideales de la Modernidad y alguna experiencia con el lenguaje político de los medios. Voy a repetir uno de mis planteos favoritos: el mecanismo clave de manipulación de la opinión pública no pasa por engaños deliberados (No pueden decir mentiras que sus lectores no quieran escuchar, o dejan de vender diarios). Pasa por usar unas anteojeras que sólo dejan ver con un enfoque determinado, anteojeras que frecuentemente comparte el periodista y, a menudo, el dueño del medio. En torno a la reciente Conferencia Episcopal en Aparecida y su Mensaje, lo que llegó a la opinión pública tenía que ver con posturas de obispos latinoamericanos “más avanzadas” y una censura vaticana “más conservadora”. Eso, en los diarios de mayor circulación. En la prensa de izquierda, resonaban las críticas de teólogos como Boff, partidarios de un compromiso más explícito con temas sociales específicamente latinoamericanos. En resumen, lo que se reflejó para la opinión pública de Aparecida fue un debate político, eso sí, con mayor altura de la habitual. Pero es por lo menos equivocado olvidarse del plano religioso; si alguien cree que la religión no existe en ese siglo, vive en una burbuja muy aislada. Por eso, me pareció interesante reproducir esta carta pastoral de un respetado sacerdote jesuíta; fué enviada "adi instar manuscripti", es decir, sin la aprobación previa de su Orden, y por ello debe permanecer anónima; pero es una crítica respetuosa y amable pero profunda, exclusivamente teológica al Mensaje de Aparecida y, me parece, a buena parte del discurso eclesiástico moderno. Son argumentos eruditos pero de lectura amena, y aún alguien tocado por el agnosticismo como yo había percibido un cierto eclipse del Dios Padre en la religiosidad católica y cristiana de los tiempos modernos.

 

 

El eclipse del Padre

Paternidad implícita y esperanza confusa en el Mensaje final de Aparecida

 

Septiembre de 2007
 


Que comente con Ustedes lo que echo de menos en este Mensaje, no apunta a descalificarlo sino a complementarlo en miras a su recepción más plena, inteligente y eficaz

 

Carta circular de un jesuíta (Adi instar manuscripti).

 

Queridos Amigos:
 
Mis reflexiones acerca del Mensaje final de la Conferencia Episcopal reunida en Aparecida, quieren ser un eco de alguien, yo, a quien el Mensaje también va dirigido y por lo tanto debe recibirlo activa y reflexivamente, escuchándolo atentamente y respondiendo a quienes le dirigen la palabra.

Es asunto de buena educación, pero además, de gratitud por el ingente esfuerzo y la gigantesca buena voluntad evangelizadora que anima al episcopado de nuestras tierras. Naturalmente, no tengo la pretensión de poder llegar a los miembros de la Conferencia, ni puedo pretender que me den audiencia. Pero me dirijo a Ustedes, el círculo limitado de los amigos y conocidos con los que intercambio impresiones y suelo dialogar sobre temas de fe y de Iglesia. Porque la palabra de nuestros pastores merece recepción y también, en la medida de lo humanamente posible, una dialogal respuesta.
 
Les escribí antes a algunos de Ustedes, muy brevemente, consultándoles sobre una primera impresión mía acerca de un punto particular del Mensaje. Les manifestaba mi perplejidad y mi duda acerca de la referencia al objeto de la virtud teologal de la esperanza que se hace al final del Mensaje de Aparecida, que me resultaba, a primera vista, confusa y confundente. El objeto primario de la virtud sobrenatural de la esperanza es Dios mismo, la comunión con él, la perseverancia en esta vida y en la muerte y la vida eterna con Él y en su amor. También lo es la Parousía o Manifestación gloriosa del Señor. Son objetos secundarios los medios para alcanzar el objeto principal: las gracias necesarias y ciertos bienes que son medios para alcanzar el fin principal. Me resultaba decepcionante que en la enumeración de cosas que el Mensaje declara que esperan los obispos reunidos en Aparecida, no se aludiera explícitamente a los objetos primarios de la virtud sobrenatural de la Esperanza, sino a objetivos secundarios, inmanentes, del orden de los medios.
 
Los que me conocen personalmente, saben bien que, cuando observo y comento estas cosas, reveladoras del estado de la conciencia creyente en la Iglesia, mi ánimo no es de acusación ni inculpación, sino de solícita observación pastoral de hechos de los que formo parte y en los que me incluyo, y que padezco doblemente: en calidad de oveja y de pastor. Hablo, en familia, de males de familia; en oveja y pastor, de males del rebaño. Miro lo que sucede con la grey de Cristo, de la que también son parte los obispos, que "con nosotros son cristianos y para nosotros son obispos" y a la cabeza de la cual está Benedicto XVI, como pastor de pastores.
Que comente con Ustedes lo que echo de menos en este Mensaje, no apunta a descalificarlo sino a complementarlo en miras a su recepción más plena, inteligente y eficaz.
 
Lo que observo y echo de menos en este Mensaje, como oveja y mozo de pastoreo a la vez, son cosas mucho más profundas que esa puntual referencia final, confusa - y a mi parecer confusionante -, al objetivos cuya relación con el objeto principal de esa virtud no es siempre obvia y que hubiera sido deseable fuera explicitada. El Objeto de la Esperanza, aparece allí sustituido, sin advertencia alguna, por una enumeración de metas temporales, intrahistóricas, por más que sean santos propósitos y deseos de acción pastoral y eclesiástica. Una cierta enumeración formulada en un estilo que me parece oscilar entre géneros diversos: el buen propósito, la exhortación apostólica, el plan pastoral, los buenos deseos, objetivos a evaluar después. Podrían, además, algunos, considerarlos utópicos, teñidos, prout sonant, de optimismo voluntarista o de esperanza presuntuosa.
 
La omisión o implicitación de su Objeto principal, que es Dios Trino, la caridad sobrenatural que trae consigo la amorosa regeneración en esta vida y en la eterna, a lo que se suma su sustitución por una enumeración exclusiva de objetos de esperanza inmanentes, sería en sí entendible. En efecto, como uno de ustedes ha contestado a mi consulta, y como bien dice la cita de Santo Tomás de Aquino que me aduce, hay cosas que, aunque no sean objeto directo de la esperanza, son medios para alcanzar Lo que se espera, por lo cual pueden ser objeto de oración de petición (Ver IIa IIae, q. 17, art. 2 ad. 2m). O como, dice el mismo santo en otro lugar, donde trata explícitamente de los objetos primario y secundario de la esperanza teologal, ésta versa principalmente sobre Dios mismo pero secundariamente sobre el auxilio de la gracia que nos permite alcanzarlo (Ia IIae q.69 art. 2, ad. 1m).

Puede entenderse, pues, que el mensaje final de Aparecida enumere esos desiderata como medios para alcanzar el fin o que, lo que espera sea la gracia que permitirá realizar esos objetivos, en orden a que se alcance el Fin; pero que no lo dice porque lo da por supuesto.
 
Pues bien, creo que, en la actual situación de la Iglesia y de la acción evangelizadora, y en vista de la índole peculiar de los obstáculos culturales que se le oponen, las implicitaciones y los datos supuestos, son un obstáculo y un impedimento para la eficacia de la evangelización. Y creo que sería muy conveniente detenernos a examinar sus causas, sus efectos y sus remedios, porque por lo visto, sin advertirlo, inciden más a menudo de lo conveniente, en silenciar particularmente, aquél Fin que es el Padre y se distraen excesivamente en alusiones a los medios.
 
Aquí me parece que intervino el magisterio supremo de la Iglesia para ponernos en guardia contra los riesgos de las implicitaciones y con esos dar por supuestos, cuando con ellos se da pie a interpretaciones ambiguas o a confusiones, o se dejan los términos relegados a la sombra del "por supuesto" donde se los comen los hongos del olvido o quedan prisioneros en las mazmorras de la tiranía del relativismo. Para ponernos en guardia contra los riesgos de callar lo que hay que proclamar desde los techos. Pero también sobre las huellas de una salida del estilo al que me vengo refiriendo.
 
¿Por qué motivo el Papa Benedicto XVI, con un acto de magisterio que considero inspirado, aconsejó agregarle "para que en Él tengan vida", al lema de la Conferencia: "para que tengan vida"? Es evidente que la sola mención de la vida le pareció al Papa ambigua e insuficiente, capaz de suscitar confusión en una cultura corroída por el inmanentismo y por el relativismo de los conceptos y del lenguaje, y en unos medios eclesiales afectados por el mismo mal.
El ejemplo del Papa Benedicto XVI en este punto, si lo tomamos en serio, como una enseñanza de ortodoxia metódica en el recto uso docente del lenguaje de la fe, nos llama a imitar su celo por explicitar lo que, si lo dejáramos implícito, podría perderse en la babel de las interpretaciones y terminar sujeta a la imperativa interpretación de la cultura dominante.
 
Es que el fenómeno lingüístico de la implicitación, puede venir de muy diversos motivos. Pongo ejemplos. Puede venir en unos casos de la aceptación indiscusa de los principios fundantes de una cultura o de la fe católica, que ya no se mencionan porque no se los cuestionan los que nos escuchan y es innecesario que se los mencionen. Puede provenir, en otros casos, del debilitamiento casi insensible de antiguas persuasiones que ya van perdiendo su condición de certezas y que ya no se nombran, o se nombran por pura fórmula, o porque lo exige alguna conveniencia eclesial, social o política, pero que son como aerolitos, extraños al contexto lógico del discurso, porque ya no se cree activamente en ellas. Puede provenir, pro fin, de una autocensura, en unos casos discreta y prudente o en otros casos hipócrita o cobarde, para explicitar los principios últimos de las propias visiones ante un público que se sabe que los rechaza.

Y es que, sobre los términos implicitados, como sobre bichos muertos, revolotean y se hacen su agosto los caranchos de la reinterpretación gramsciana del lenguaje cristiano, de la ingeniería del lenguaje del secularismo inmanentista de antifaz cristiano.
 
Me hago cargo plenamente del hecho de que no es fácil la tarea de una Comisión encargada de redactar un Mensaje final, en nombre de todos los obispos participantes en la Conferencia, y dirigido "a los pueblos de América Latina y el Caribe". No es fácil redactar el Mensaje de una Conferencia de obispos católicos dirigido tanto a católicos como a no creyentes; que envía a los creyentes a evangelizar para que en Cristo tengan vida, o sea a anunciar explícitamente y completamente todos los artículos de la fe católica, enseñada por Cristo. No es fácil sustraerse a la influencia de grupos de presión ubicados frente a la conferencia con cuyos puntos de vista están de acuerdo algunos miembros o invitados dentro de la Conferencia.
 
Pero no puedo menos de señalar en el Mensaje algunas cosas que percibo en él, como receptor que soy del mismo, y que me resultan decepcionantes y hasta peligrosas, porque dan pie a extendidas confusiones y hasta les ofrecen albergue y argumento. Por ejemplo:
1) En el Mensaje final de Aparecida la ´vida eterna´ es mencionada una sola vez, sin explicitar su contenido. Va seguida inmediatamente, - en una oración que parece casi subordinada de la anterior -, de la expresión "vida nueva", entendida a continuación más bien según su vertiente temporal e intrahistórica, que es solamente un aspecto de su sentido pleno. Pues bien, esta yuxtaposición de "vida eterna" y "vida nueva", puede sugerir en el ánimo de un lector desprevenido, o confirmar a alguno equivocado, que se trata de un paralelismo sinonímico. Es decir, que la expresión "vida nueva", referida, como lo está, al momento histórico de la vida cristiana, fuese el único alcance de la anterior expresión "vida eterna". Riesgo nada ilusorio dada la presión, en ese sentido, de poderosos medios que la interpretan así.
2) ¡Por supuesto! (!?): (¡De nuevo entramos al terreno de los implícitos y los supuestos! Como suele suceder cuando alguien señala la prescindencia de lo esencial en que se está incurriendo). Por supuesto que por "vida nueva" se entiende, ortodoxamente, la vida nueva en Cristo, la vida cristiana, a la vez temporal y eterna! Pero es que las referencias que siguen, no aluden en ningún momento a la dimensión del esjaton, sino que remiten a la dimensión moral y temporal de la "vida nueva", lo social, eclesial, humano. Redaccionalmente, el sentido eterno de la vida, se vuelve a ir por el resumidero semántico de la yuxtapuesta novedad intrahistórica de la vida cristiana, antes de la muerte.
3) La vida después de la muerte, explícitamente, no se nos menciona. Las dimensiones escatológicas de la fe católica quedan apenas aludidas en este Mensaje. Por supuesto que el Mensaje no es un catecismo y no se le puede pedir que sea un tratado expositivo de todos los aspectos de la fe. Pero en el documento ni se menciona las palabras cielo, eternidad, bienaventuranza (salvo una única mención de las Bienaventuranzas evangélicas). Ni una vez se menciona ni la Justicia divina, por la que Dios ha revelado quién le es agradable y quién no, ni el Juicio, al que seremos enfrentados tras la muerte y al fin de los tiempos. La única vez que se habla de salvación, no se trata de la salvación eterna sino en la expresión "historia de salvación", que remite al proceso intrahistórico de la salvación y deja implícita la meta.
4) Las demás veces que aparece la palabra "vida" es, unas veces, como parte de citas evangélicas que se refieren a ella; otras, como "nuestra vida" cristiana hic et nunc, y otras en referencia a las dimensiones inmanentes de la vida humana, como el derecho a la vida o a las condiciones de vida. La única mención de la conversión, la presenta por igual como "punto de partida de transformación de la sociedad" como abriendo los caminos "de la vida eterna".
5) Tampoco se alude a las consecuencias religiosas y espirituales de las desigualdades sociales, las políticas económicas y legales, la pobreza y demás condiciones de vida. La pobreza es causa de miserias morales y apostasía religiosa. Y también la riqueza y la ideología del progreso y del bienestar son obstáculos para recibir el evangelio y alcanzar la salvación.
¿Qué confusión moral y ruina religiosa no irán produciendo las nuevas leyes que legalizan el mal? Sobre las consecuencias para la santificación de los pueblos de este aluvión desorientador del orden (?) político esperamos los fieles y los pastores, orientación y ánimos. Porque una acción evangelizadora y pastoral perspicaz, debe saber ver estos hechos de vida en su exacta dimensión de obstáculos para la fe, para la vida filial y para la salvación actual y eterna. Una vez vistas y juzgadas en su verdadera entidad, se estará en condiciones de excogitar la acción pastoral adecuada.
6) Pero he aquí que tampoco han sido aludidos en el Mensaje los aspectos dinámicos del envío evangelizador que son los que han de darle eficacia. Teniendo en cuenta que el envío a predicar es un envío que tiene dos facetas: una faceta noética (el anuncio mismo) y otra dinámica, los poderes anexos, a saber: poder para anunciar la paz con Dios, la misericordia divina, y por lo tanto de perdonar pecados, pero también de sanar enfermos, reconocer y someter, expulsar demonios, liberando de ellos, introducir en la comunión eclesial y sumergir por el bautismo en la comunión divina, autoridad para juzgar, inspiración para responder ante tribunales, fortaleza en prisiones y otras formas de persecución, inmunidad ante venenos y serpientes... etc.
7) También la comunión con el Padre y el Hijo, obra del Espíritu Santo, en la que consiste la salvación y la santidad, objetivo principal del anuncio evangélico, queda implícita (Cf. 1ª Juan 1, 1-2). Si venimos a la santidad o a la salvación como comunión, ¿Qué nos dice el Mensaje? La comunión de que nos habla es: 1) comunión afectiva entre los participantes en la Conferencia, 2) la comunión en las parroquias y comunidades eclesiales de base, 3) comunión de bienes y justa distribución de las riquezas entre todos los pueblos, y por fin, se exhorta a 4) "Valorar las diversas organizaciones eclesiales en espíritu de comunión".
 
¿Cuál es, entonces, la verdadera naturaleza de los bienes que se esperan para nuestro continente? ¿Y cuál la naturaleza de los medios que se espera sean eficaces para alcanzarlos? ¿Son los bienes que profluyen de la vida en Él? Es decir: en el Hijo. ¿O sea de la vida filial para todos los habitantes de este continente? ¿Una vida filial que pasa por el acceso a la fe en Cristo? ¿Es, prioritariamente, la vida en Él, de la que nos instó a tratar Benedicto XVI?
 
Pero no quiero insistir en esta impresión que da el documento de explicitar más la dimensión inmanente del amor y de la vida humana y cristiana, que su vertiente directamente evangélica: de acceso al Padre desde la condición filial de Cristo y por la mediación imprescindible del Hijo: "Nadie va al Padre si no es por mí" (Juan 14, 6). "Esta es la Vida eterna, que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo" (Juan 17, 3).

Quiero referirme a otra observación, de algo que, como consecuencia de lo que acabo de expresar, considero más profundo, radical, y que luego se pone de manifiesto en indicios como el que señalé, relativo al objeto de la virtud teologal de la esperanza.

Lo más decepcionante que observo en este Mensaje, es la notable implicitación del nombre del Padre. Entre otras cosas, ésta es una diferencia entre el discurso inaugural del Papa en Aparecida y el Mensaje final de la Conferencia. En sus raíces, este silencio no me parece del todo desvinculado de los motivos que llevaron a Benedicto XVI a aconsejar la explicitación del "en Él" tengan vida. Porque la vida a la que podemos tener acceso en Cristo, es la divina regeneración por obra del Padre.

Y que no se diga, como se suele hasta la saciedad, que esta es una visión integrista o verticalista que lleva a desentenderse de la dimensión horizontal. Porque esta visión, que es la de la fe, es el alma de la horizontalidad cristiana. Y por eso implica un modo de ver, de juzgar y de actuar que le son propios, porque son los del Hijo y del Padre. Y ni el ver, ni el juzgar, ni el actuar cristianos son posibles a la carne, si no es redimida, sanada, regenerada y animada por el Espíritu del Padre y del Hijo
 
En el discurso de Benedicto está clarísima la referencia de Jesucristo al Padre, del cual es el revelador. El discurso expresa claramente esta relación de Jesús al Padre en tres pasajes principales.
1º Cuando señala lo que Aparecido debe hacer en la nueva situación del continente: "una situación nueva que será analizada aquí, en Aparecida. Ante la nueva encrucijada, los fieles esperan de esta V Conferencia una renovación y revitalización de su fe en Cristo, nuestro único Maestro y Salvador, que nos ha revelado la experiencia única del amor infinito de Dios Padre a los hombres".
2º Cuando señala a Cristo como el revelador de Dios: "Para el cristiano el núcleo de la respuesta es simple: Sólo Dios conoce a Dios, sólo su Hijo que es Dios de Dios, Dios verdadero, lo conoce. Y él, ´que está en el seno del Padre, lo ha contado´".
3 Cuando señala el carisma y misión de los religiosos religiosas y consagrados: "recordad a vuestros hermanos y hermanas que el reino de Dios ya ha llegado; que la justicia y la verdad son posibles si nos abrimos a la presencia amorosa de Dios nuestro Padre, de Cristo nuestro hermano y Señor, y del Espíritu Santo nuestro Consolador".
 
En cambio, en el mensaje final de Aparecida, el Padre ha pasado a la región de los implícitos en toda la primera parte, kerygmática, en la que se habla de Jesús (10x) o Señor Jesús (1x) o Jesucristo (4x). Al Padre se lo nombra solamente tres veces en los números cuarto y quinto, ya pasado el momento kerygmático y en un contexto parenético. De modo que Jesucristo es presentado sin referencia explícita a su Padre, predominantemente como Jesús. Y la meta de su misión evangelizadora, que es llevar al Padre, queda implícita.
 
Pero ¿cómo se creerá lo que no se predica, es decir, lo que no se explícita?
Porque, si la meta no es claramente el Padre, tampoco es claramente nuestra meta la vida eterna que el Padre nos da, que empieza ciertamente y necesariamente aquí, manifestándose en obras de obediencia filial y, por efección causal de la gracia, misericordiosas, fraternas, caritativas, martiriales, heroicas aún en el ejercicio de las virtudes morales y ciudadanas.
 
Pero toda vez que queda implícito y velado el Padre, origen de todas ellas, quedan también implícitas, a la vez que la meta y el objeto de la vida eterna y del amor eterno, objeto propio de la virtud de la esperanza, no menos la naturaleza misma de la vida cristiana en la historia,. Hay pues una relación lógica entre la vaguedad en el enunciado de su objeto propio y la implicitación del nombre del Padre, relegado al dominio de los supuestos, cuando se trataría, en una conferencia episcopal que apunta a la reevangelización, a ponerlo en el foco de la atención explícita de los evangelizadores, como la meta de la misión y del envío del Hijo al mundo y de los apóstoles, por el Hijo, a todas las naciones.
 
En el libro "El Misterio del Padre. Fe de los Apóstoles, Gnosis actuales", observaba en 1978 el Padre M.J. Le Guillou O.P., la existencia de un desequilibrio en la percepción y la presentación de la relación del Padre y el Hijo. Él expresa este desequilibrio en estos términos: "Sitúa al Hijo en posición rebelde. De ese modo se ve diseñar vagamente una especie de cristismo o de jesuismo (dejando generalmente en silencio el nombre del Padre) que trata de hacerse pasar por el verdadero cristianismo" (Ed. Encuentro, Madrid, 1998, p. 196. el original es de 1978, Ed. Fayard, Paris).

Puede ser que no se comparta la expresión: "posición rebelde del hijo" que puede chocar y parecer exagerada. Es cuestión de términos. Creo que si dijéramos: posición independiente, desvinculada, desligada, de Jesús frente al Padre, no se la encontraría chocante. Pero ¿no es rebeldía la prescindencia del Padre? Por el mero hecho de implicitar habitualmente su referencia al Padre. Jesús se concibe como un salvador para sí mismo y por sí mismo. Y en un medio habituado a vivir su rebeldía ante el Padre como prescindencia del Padre, un Jesús prescindente o escindido, de hecho, de su dependencia del Padre, ya no es percibido como un apóstata de la condición filial. Sé que cargo las tintas. Pero creo que la insensiblidad cultural del medio, aún eclesial, me lo aconseja.
 
Observaba hace poco el Emmo. Cardenal Tarsicio Bertone que, a su parecer, las dos herejías más difundidas actualmente serían el arrianismo (Jesús solo hombre) y el pelagianismo (la fuente de la acción es el hombre y no el Padre). El cristismo o jesuanismo nace como una consecuencia lógica de esa manera de ver, la divulga, la siembra donde no está y la vigoriza donde ya existe.
 
Pero hay más. Como sigue observando el Padre Le Guillou, no es por nada que los artistas del siglo XIX han percibido el eclipse del Padre: Hölderlin, Puschkin, Beaudelaire, Balzac, Dostoievski, Dickens. Ingresando en el campo de la Psicología, Le Guillou afirma más adelante, después de ocuparse largamente de Freud, que éste ha reconocido perfectamente la analogía entre la paternidad divina y la humana, pero ha invertido la relación tras las huellas de Feuerbach: Dios Padre es una pura proyección del Papi dios, de la infancia.
 
En su libro "El Eclipse del Padre" (Ed. Herder 2002, Palabra 2003) Monseñor Paul Josef Cordes comprueba que: "La imagen de Dios Padre se opaca cada vez más desde Jesucristo. Parece retirarse lentamente en el ámbito cultural occidental del horizonte del ser humano. Muchos que se designan a sí mismo pensadores contribuyen a ello, no solamente entre los que se manifiestan agnósticos" (p. 180-181).
 
¿No debería salir al encuentro de este hecho cultural una evangelización que repusiese al Padre en el lugar central en que lo puso el Hijo, cuando vino a visitarnos para revelarlo como su Padre y nuestro Padre, su Dios y nuestro Dios (Juan 20,17)? Una evangelización, ni más ni menos, como la propone S.S. Benedicto XVI en el mensaje inaugural de Aparecida.

Montevideo, 27 de junio de 2007 - Fiesta de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro


   

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