Ni tan clérigos ni tan laicos

 

Gustavo Daniel Romano

 

Tanto la potencial canonización del Fray Mamerto Esquiú, Obispo de Córdoba que tuviera significativa intervención en la Constitución Nacional, como la ingerencia política de Monseñor Joaquín Piña de la diócesis de Puerto Iguazú (Misiones) y su posterior triunfo electoral, como lo sucedido en Corrientes, en nuestro vecino Paraguay y con Monseñor Romanín en Santa Cruz, y otros casos similares de clérigos de participación política activa, nos remiten en principio, a nuestra historia.

 

Recordemos por ejemplo, a Manuel Alberti, al Fraile Luis Beltrán, al Padre Julián Navarro, cuya actuación fue destacada por el Gral. San Martín después de la batalla de San Lorenzo y los más de treinta clérigos que lo acompañaron. Los que participaron en el Congreso de Tucumán empezando por Fray Justo Santa María de Oro que propuso la independencia. El cura tucumano José Ignacio Thames. Pedro Miguel Aráoz, capellán que asistió a la Batalla de Salta. Francisco de Uriarte, también sacerdote enrolado en la causa revolucionaria. El Padre Pedro León Gallo, Miguel Calixto del Corro, canónigo de la Catedral de Córdoba. José Ignacio Colombres, sacerdote tucumano que representó a Catamarca. Pedro Ignacio de Castro Barros, sacerdote que en 1815 pronunció un importante sermón patriótico en la Catedral de Tucumán y tantos otros que debería recordar. En nuestro pasado más reciente, dos obispos murieron en extrañas circunstancias, veinte sacerdotes fueron desaparecidos otros encarcelados, seminaristas, religiosos y laicos, fueron muertos por su compromiso, equivocados o no, con el evangelio.

 

Pero además de remitirnos a nuestra historia, aquellos antecedentes nos remiten, a la segunda parte de la Encíclica “Dios es Amor” del Papa Benedicto XVI, que sigue albergando una suerte de doble tensión con la que hay que convivir en el seno de nuestra Madre la Iglesia. Por un lado, la que existe entre institución y ministerios, y por el otro entre el centro y la periferia, esto es, los riesgos del euro centrismo, a la hora de tomar medidas doctrinarias y pastorales, como se notó recientemente con la designación -con todo derecho por cierto- de obispos no sugeridos por nuestra Conferencia Episcopal.

 

El Papa nos dice: “Aunque las manifestaciones de la caridad eclesial nunca pueden confundirse con la actividad del Estado...” Tengo la impresión no obstante, que el Concilio parece marcar también otro aspecto: “La Iglesia sólo debe requerir libertad para la proclamación de la Buena Nueva y la posibilidad de cooperación con el Estado y los distintos sectores de la sociedad para el bien común de la misma y la liberación de los pobres y marginados, a quien Jesús eligió como primeros destinatarios de sus anuncios..”(AA:VV., 1992:148).

 

Si como dice el Sumo Pontífice con toda razón y sabiduría espiritual, la Eucaristía (el culto) y la ética (la moral) están unidas en un compromiso práctico aquí y ahora y si como bien sabemos esa moral refiere a un obrar con los hermanos, toda vez que el amor encarnado nos viene a buscar para ser llevado a los demás ¿Cómo se puede diferenciar tan específicamente la política, de la caridad de la Iglesia?. El amor social ejercido con todos, la política en su sentido más profundo, no supone ideología ni alineamientos de izquierdas y derechas, implica estar en el centro, hipoteca social tanto para el capital como para el trabajo; y arriba, apuntando a lo trascendente, obrando en la tierra por la justicia (ni siquiera inmolarse por algunas formas de gobierno, ya que el totalitarismo -aún en democracia- nace de la negación de la verdad en sentido objetivo) y consecuentemente por la paz verdadera.

 

Si bien Dios hace la justicia con una misericordia que por cierto no es la nuestra (Apocalipsis 22, 11-12; Mateo 19, 30 – 20, 16) y si bien debemos buscar primero la justicia del Reino para alcanzar todo lo demás, se nos invita a hacerlo con las armas de la santidad (Efesios 5, 8-14) y aunque es verdad que la fuerza salvadora de Cristo trasciende la liberación material, primero la contiene: en la parábola que refiere a aquel hombre tirado en el camino después de ser asaltado (Lc. 10, 25-37) el sacerdote deja al herido, pero el buen samaritano (que seguramente no participaba de las ceremonias del Templo de Jerusalén) lo recoge; entonces aunque debemos tener cuidado con reflotar la llamada “Teología de la liberación” hay que exigirse a intentar aún, descubrir las semillas de verdad que contenía.

 

El que preside la comunidad (Obispo o Presbítero) luego por esto mismo, preside la Eucaristía, no al revés, aunque tengo la impresión que no es un tema dogmáticamente cerrado. Si preside realmente lo hace sirviendo, aquello de sirve presidiendo y preside sirviendo, es un director de orquesta que ciertamente no debería tocar todos los instrumentos, pero sin embargo los toca todos al fin, en la medida que producen los sonidos que él quiere en comunión con todos “sus músicos”. Entonces, si presiden la comunidad, que por cierto la constituyen los bautizados de esa parte del pueblo que les fue asignada a su cuidado, no podemos obviar que en el seno de esa comunidad reside, naturalmente, la política, como no podría ser de otra manera y enhorabuena que sea. De manera que del accionar de los cristianos, depende que esa política sea una auténtica solicitud por el bien común, caridad social, no partidismo.

 

Ahora, se plantea la cuestión de cuales cristianos, a lo que el Papa refiere a la condición de ciudadanos del Estado por parte de los laicos. Por cierto los clérigos también lo son, Jesús es anotado en el censo, paga sus impuestos, etc.; el sacerdocio conferido por el bautismo no caduca con el sacerdocio ministerial del Orden Sagrado. Por otra parte, debemos estar más atentos a promover la religión que une y a tener cuidado con cierto clericalismo que divide: la Iglesia esencialmente no es clerical.
 
En lo personal antes que laico o seglar prefiero considerarme simplemente cristiano, bautizado y confirmado me considero un sacerdote real y a su vez fiel, me caigo y me levanto de mis pecados, arrepentido y perdonado por Dios por medio del sacramento de la confesión -gracias a mis hermanos que abrazaron la cruz del Orden Sagrado-; orando solo y en familia, miro y miramos para adelante intentando seguir las huellas de Jesús. Casado y con cuatro hijos me considero también consagrado, desde la iglesia doméstica que constituye mi familia.

Según el Concilio Vaticano II: “Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado para su unión con Cristo cabeza. Ya que insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Son consagrados como sacerdocio real y gente santa (1 Pedro 2, 4-10) para obtener ostias espirituales por medio de todas sus obras y para dar testimonio de Cristo en todas partes del mundo.” (Del Decreto Apostolicam Actuositatem)

En primer lugar es importante precisar que todos somos Pueblo de Dios, Pueblo Sacerdotal, el Papa inclusive, él es el hermano mayor, es Pedro que pone orden, es el Papa no el papá. El papá es Dios.

 

Ahora bien, Cristo es sacerdote según el orden de Melquisedec (Hebreos 5, 10), Rey de justicia (Hebreos 7, 2), no por el orden levítico que estaba limitado al templo. Por tanto, la generación sacerdotal de Levi de la que no proviene Jesús, solo nos orienta hacia el sacerdocio profundo de Cristo y paralelamente a su condición de laico ya que proviene de Judá (Hebreos 7, 14). Es a partir de la casa de su familia sagrada, que tiene comienzo la Nueva Alianza, no en el templo. Por otra parte, el juicio a Cristo, al margen de estar inscripto en el plan divino y de haber sido una aberración jurídica y moral, fue un juicio esencialmente político; aún cuando Jesús no dividió a sus seguidores en términos facciosos, de hecho cuando lo quieren hacer Rey, huye (Juan 6, 15) y lucha con las armas de la santidad: “Guarda tu espada a su sitio, porque todos los que empuñan la espada, por la espada perecerán” (Mateo 26, 51-52).

Así, todo el pueblo de Dios, la Iglesia como Reino Sacerdotal (Apocalipsis 5, 10) no sólo en las declaraciones públicas de la jerarquía eclesiástica ni en los laicos “haciendo política”, está íntimamente imbricada con la política en tanto cuidado profundo y real por la auténtica felicidad colectiva, que llamamos bien común.

 

De modo que, si bien un presbítero no debería dividir a sus fieles por opciones partidarias, sabemos que Jesús es signo de contradicción (Lc.2, 22-35): invita a decidirse por opciones profundas y radicales, y consecuentemente sus actitudes tienen sin duda una dimensión política.

 

El cristiano en serio, cualquiera sea su condición religiosa, no se plantea la construcción del poder del mundo, a costa de perder su vida (2 Samuel 1-27). Los laicos solamente, no somos los que debemos hacer el trabajo en el mundo. La felicidad común aludida, es el producto de la espiritualidad y el trabajo de todos los cristianos.

 

Esta tarea de un orden justo, tampoco pareciera que deba emprenderse solamente por cada generación como dice la Encíclica, si bien es cierto hay que construirlo día a día como amasamos el pan de la Palabra, parece también cierto que hay proyecciones más allá de las generaciones, como en nuestra tradición judeocristiana lo es por ejemplo la institución del jubileo (Levítico 25,10-24; Lucas 4, 18-19).

 

Purificado el eros debemos purificar el agapé, porque la lucha contra la pobreza impuesta a los más humildes y en todas sus manifestaciones, no es solamente la caridad profunda en la maravillosa obra de la Madre Teresa; muchos mártires que ofrendaron sus vidas por Cristo, parecen confirmarlo.

 

Así, por un lado, volviendo a nuestra tierra de donde partimos, los obispos como sucesores de los apóstoles, tienen derecho a expresarse políticamente, no a reiterar tristes etapas como las del Cristo Vence. Y por el otro, el Presidente de la Nación, tiene derecho a opinar acerca de la Iglesia, no a promover leyes que atenten contra los principios básicos de la doctrina peronista que dice profesar, y que son esencialmente cristianos.

 

Para todos, en distintas responsabilidades, es el deber de construir la Nación más justa, mientras los tiempos parecen acortarse, también para todos. Peregrinar hacia el corazón de cada uno y de nuestras raíces, parece un buen camino para mirar el futuro con más autoridad y esperanza.

 

 


   

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