Jueces y poderes fácticos

Horacio Verbitsky - L. Schiffrin– Abril 22, 2007

 

Esta semana Horacio Verbitsky editorializó en su columna de los domingos lo que puede ser el manifiesto más elaborado del pensamiento jurídico – y político - de uno de los sectores – ciertamente el más definido ideológicamente – que forman la coalición que respalda al gobierno de Néstor Kirchner. En ese sentido, y sólo en ése, es comparable al discurso de Parque Norte de Raúl Alfonsín, escrito en gran parte por Carlos Nine.

La parte más enjundiosa del texto es – como Verbitsky indica – de la autoría del Dr. Leopoldo Schiffrin, camarista federal de La Plata. Pero es H. V. el que hace el encuadre político inmediato (aunque Schiffrin no se priva de incursionar en ese plano, cuando habla de los “recién llegados, cuya biblia es el diario La Nación” y pregunta “¿Cuándo una Corte Suprema había amonestado a un Presidente?”) al describir un “gobierno acosado… (que encabeza) una etapa tan renovadora e imperfecta como la del primer peronismo” (¡!) y plantea como enemigos principales a Jorge Telerman y el Cardenal Bergoglio. Curiosamente, omite a quien solía anatematizar como “el hombre de negocios con el Estado Mauricio Macri”.

Pero ciertamente no es el plano de la política cotidiana lo más interesante de este documento, que tiene la claridad que, por ejemplo, solían tener – equivocados o no – los análisis de los pensadores marxistas antes que en la última década filósofos italianos empezasen a escribir best sellers. Este texto tiene el valor de un programa para el sistema judicial argentino.

Sí vale la pena apuntar una cierta ceguera, que hace que al añadir a la lista de los factores tradicionales de poder (el capitalismo, la Iglesia Católica, la Judicatura, y las Fuerzas Armadas y de Seguridad) “el aparato cultural: los grandes diarios, radios y TV; las academias, institutos y fundaciones y las universidades privadas” no perciba que una parte importante de ese aparato cultural – incluso el diario en que ese manifiesto se publica – está, por ideología o por intereses económicos, vinculado al sector que Verbitsky y Schiffrin defienden. Que el aparato cultural “progresista” es una parte muy importante de los factores reales de poder.

Y por supuesto, hay algo patético en una convocatoria a la Judicatura a abandonar su lugar en lo que H. V. llama el sistema de dominación real y ponerse del lado de los sectores populares para ganar legitimidad, en la misma columna en que se celebra la ofensiva sobre la Cámara de Casación y los aprietes desde el Poder Ejecutivo.

 

El sistema de dominación real

Las “tesis sobre Judicatura y división de poderes”, es un trabajo que el camarista federal platense Leopoldo H. Schiffrin hizo circular entre un grupo de amigos como reflexión personal el 5 de este mes. Para el juez que impulsó los juicios por la verdad en La Plata, la Judicatura “es uno de los elementos que integran el sistema de dominación real prevaleciente en la sociedad argentina”. Ese sistema deriva de la antigua república “patricia”, pero desde la caída de Perón en 1955 “tomó la forma de una laxa alianza entre el capitalismo (o cuasi-capitalismo) agrario, el capitalismo nacional, agrario e industrial, casi todo el prebendario, el extranjero, la jerarquía de la Iglesia Católica, la Judicatura, y las Fuerzas Armadas y de Seguridad”. Es decir, los mismos factores reales de poder que en la Prusia de hace un siglo y medio Ferdinand Lasalle cotejó con el poder formal descrito en la Constitución, con sólo sustituir Iglesia Católica por Evangélica. Schiffrin añade a esta lista el aparato cultural que no existía entonces; los grandes diarios, radios y TV; las academias, institutos y fundaciones y las universidades privadas. Esta conformación de poder real ha estado presente y se ha desarrollado a partir del golpe de 1930. Sus apuntes, que no están destinados a la publicación, mencionan las Acordadas de la Corte Suprema que reconocieron a los golpistas de 1930 y 1943, la participación de la judicatura “en los hechos que dieron lugar a la fugaz caída de Perón en octubre de 1945, su desempeño en la sedicente Revolución Libertadora (fusilamientos del 9 de junio de 1956, sobre todo, en la represión de la época de Frondizi (movilizaciones, Plan Conintes) y en la dictadura de Onganía, para culminar en las aberraciones de la última dictadura”. Y se prolonga “con el boycot o la indiferencia frente a los juicios por el terrorismo de estado, y después con la masiva criminalización de la protesta social”. La Cámara Federal que Schiffrin integra es un buen ejemplo de esto último. El 3 de abril confirmó la condena en contra de trabajadores del Aeropuerto de Ezeiza. El voto del juez Antonio Pacilio recurrió a una deshilvanada sarta de fallos y tratados para concluir que “el reproche penal no depende del tono pacífico de la movilización”, que no fue discutido, ni de que “la molestia producida haya sido intrascendente”. Basta con que “entorpezca la circulación” para que se configure la conducta prohibida por el artículo 194 del Código Penal. Carlos Nogueira adhirió a esta simplificación retrógrada y sólo Carlos Vallefín defendió la absolución de los manifestantes porque, como dijo la Corte Suprema hace ya muchos años, “sería una burla reconocer al pueblo el derecho de aplaudir, de regocijarse y de reunirse cuando es feliz, y negarle ese mismo derecho para censurar o deplorar las desgracias y sugerir el remedio”. Los imputados, dice Vallefín, no se convocaron en el Aeropuerto, “trabajaban allí. El corte de los accesos fue parcial. Los manifestantes ocuparon el lugar durante treinta minutos. La protesta se llevó adelante de modo pacífico y no se registraron daños ni en las personas ni en las cosas”, de modo que “tenían razones sensatas para suponer el carácter permitido de su hecho”.


La amonestación

Las notas de Schiffrin consignan el “fuerte debilitamiento de las Fuerzas Armadas, y en mucho menor grado, de la jerarquía eclesiástica” a raíz de lo sucedido durante la última dictadura, y el “desprestigio de la judicatura después de 1987”, el año en que bajo presión de las armas se promulgó y comenzó a aplicarse la ley de obediencia debida. En su libro Democracia, gobierno del pueblo o gobierno de los políticos, José Nun escribió que en América Latina “la democracia representativa sólo está resultando viable dentro de límites muy estrechos que los políticos deben negociar continuamente con los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros, para los cuales este régimen aparece por ahora como más confiable que tantas dictaduras militares”. Para Schiffrin, el presidente Néstor Kirchner “negocia continuamente con los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros pero ha sacudido, con la energía posible, la tutela del FMI, y, así sea por instinto, trata de esmerilar el sistema de poder real, injusto y contrario a los intereses del país y de su pueblo, limitando a las Fuerzas Armadas y distanciándose de la jerarquía eclesiástica. Ahora, se ha puesto en conflicto con el sistema judicial, al que tacha de poder corporativo”. El autor se pregunta qué llevó al “estamento judicial”, formado en su mayoría “por funcionarios interesados en la estabilidad, la carrera y el sueldo, y, en general, deseosos de plegarse a la política que le indiquen el Presidente o la Corte Suprema” a sublevarse en el caso “Bisordi”, “hasta obligar a la Corte Suprema a un acto que la colocó junto con los enemigos más declarados de la línea política presidencial ¿Cuándo una Corte Suprema había amonestado a un Presidente?”.


¿Qué es la Constitución?

Al analizar los factores culturales que inciden, Schiffrin sostiene que “en esta época de nuestro país no se cultivan con seriedad ni la ciencia política, ni la teoría del Estado, ni la filosofía política. Simplemente existe una retórica sobre la democracia constitucional, que habla de las ‘idealidades’ de la Constitución como si fueran normas efectivas y generalmente cumplidas desde hace mucho tiempo”. Con citas del jurista socialdemócrata alemán de preguerra Hermann Heller sobre la diferencia entre normatividad y normalidad constitucionales y de Juan Bautista Alberdi y del ex Procurador General y Ministro del Interior José Nicolás Matienzo, quienes advirtieron esa diferenciación en la Argentina de los siglos XIX y XX, Schiffrin aduce que en ningún estado democrático se da un sistema real de división de poderes al estilo del que la Constitución describe en abstracto.


Una monocracia atemperada

Los constitucionalistas ingleses clásicos hablaban de la división de poderes entre el Monarca, los Lores y los Comunes, pero en 1860, antes del gobierno de Disraeli, y de las sucesivas extensiones del derecho al sufragio, Walter Bagehot causó escándalo al describir la organización real del sistema político: el órgano supremo no era el Parlamento, sino el Gabinete, que sólo en cierta medida, podía ser contrabalanceado por el Parlamento. Pero a fines del siglo XIX ya se había debilitado también el sistema de gabinete para dar paso a la autoridad del Primer Ministro, mientras conserve la jefatura del partido y no pierda las elecciones. En la Argentina, agrega Schiffrin, “el sistema presidencialista real es una monocracia (que no es dictadura) atemperada por el sistema federal y por la poliarquía, significada por innumerables instancias sociales”. En este contexto la justicia podría ser uno de “los factores políticos formales-sociales que atemperen la monocracia, pero, en vez de ello, sigue siendo un organismo burocrático incluido entre los poderes fácticos del bloque dominante. Un órgano tímido y que no sabe cuál es el cuadro de relaciones de poder, y su situación dentro del mismo. Ya no está formado por viejos ‘patricios’ algo ilustrados y algo cínicos, sino por homini novi que toman por real la fachada constitucional, la retórica vacía que en ella se funda, y no pueden comprender en cuál lugar del tablero político-social se hallan. Y cuya Biblia es el diario La Nación. La afectividad de muchos jueces los liga a los sectores que más apoyaron a la dictadura, y su estructura mental está dada por abstracciones alejadas de un pensamiento teórico jurídico-político de más valía”.


Poderes en pugna

La mayor parte de la magistratura integra el bloque de poderes fácticos que está en tensión relativa con la organización política-estatal. Para Schiffrin “llevar a la Judicatura a integrarse en un sistema de poliarquía surgida de la sociedad” es “un deber imperioso”. Si algún juez quisiera asomarse a la “normalidad” y no a la “normatividad” constitucional, no encontraría “la supuesta división de poderes ni tampoco la independencia judicial”. La realidad le mostraría que “existe una fortísima división entre el poder fáctico del bloque social dominante y el poder formal del Estado, que lucha (por momentos) por lograr alguna autonomía, por no ser un simple instrumento de aquel poder fáctico”. Ese juez curioso también encontraría que “la organización del poder del Estado tiene una fuerte tendencia monocrática, contrapesada, desde luego, por el poder fáctico del bloque dominante, pero también por múltiples instancias sociales como diversas formas sindicales, múltiples ONG, cooperativas, movimientos de base, comunidades religiosas no católicas o católicas alejadas del bloque jerárquico de la Iglesia, y muchas otras”.


Un contrapoder respetado

Si la Judicatura quisiera dejar el bloque social dominante y se transformara en el campo de contención, promoción y articulación de los intereses y derechos que esos grupos ajenos al sistema principal de dominación tratan de representar, sin perder su carácter estatal obtendría una sustancia autónoma y se erigiría como un contrapoder respetado. Schiffrin encomia las consideraciones de Roberto Gargarella sobre el carácter contramayoritario del poder judicial, pero señala que ha prescindido del contexto económico-social-cultural y político-práctico en que se mueve la magistratura. “Para esto es preciso remover la ideología según la cual la imparcialidad de los jueces consiste en la indiferencia afectiva frente a los conflictos humanos y valorativos que se le presentan”.


La indiferencia afectiva

El grado de independencia en el accionar de los distintos órganos del Estado depende de “su relación con la sociedad civil. El Presidente tiene, por cierto, el poder de dirigir la burocracia estatal, pero la función presidencial se alimenta de la comunicación fluida que pueda mantener con sectores políticos, y todos los demás, económicos, sociales, culturales, activistas, etc. El Congreso, dado el desprestigio de la clase política, es un foro partidario sin voluntad propia. La Judicatura obtiene su fuerza de participar en el bloque de poder dominante económico e ideológico-comunicacional. Pero esto no le da, como ocurría en la República ‘patricia’, ni autoridad ni prestigio”. Sólo tendrá otros horizontes y perspectivas si varía su relación con la sociedad civil. “Estamos en una crisis, que ojalá sea transformadora”, concluye Schiffrin, un magistrado de 70 años que a los 18 comenzó como escribiente de la Procuración General su carrera judicial, sólo interrumpida por el exilio durante los años de la dictadura. Reconocido a la influencia de Roberto Bergalli, Schiffrin cree que para conseguir una reformatio affectu et intellectu de los jueces habría que llamar a las cosas por su nombre, como él hace en sus valientes reflexiones y se pregunta si el Comité para la Defensa de la Independencia Judicial que existe en la Corte Suprema no podría estimular trabajos que presenten desde el punto de vista de la sociología jurídica el cuadro de los sistemas judiciales y su inserción en los sistemas políticos, en países donde goza de una situación de cierta autonomía y prestigio, como es el caso de Italia.


La coalición

Se coincida o no con estas afirmaciones, será difícil no advertir la distancia abismal con la oquedad de la vulgata que derrama el bloque de poderes fácticos desde todas sus bocas de expendio, frente a un gobierno acosado que ni siquiera ha podido impedir que, al menos en los sectores medios de los centros urbanos como Buenos Aires o Rosario, le instalen una imagen de autoritario y caprichoso a pesar, o tal vez a causa, del acompañamiento de los sectores populares, de un modo que no se veía en el país desde hace medio siglo. Por eso ningún diario se hizo eco del contenido político del discurso que Cristina Fernández de Kirchner pronunció el jueves, donde unió en un significado único la presentación esa mañana de un nuevo modelo de automóvil, que se exportará desde la Argentina, construido con un 70 por ciento de autopartes nacionales; la venta de un reactor nuclear de diseño y construcción argentina a Australia y la Feria del Libro que ella inauguró esa noche, tres aspectos de una etapa de crecimiento inédita en el país. CFK ni siquiera tuvo inconveniente en compartir el acto con Jorge Telerman, el líder posmoderno que, moviéndose del centro a la derecha, procura detener ese proceso, con la bendición apostólica impartida por el cardenal Jorge Bergoglio, quien sueña con repetir la coalición (hoy sólo con su componente cívico a la vista) que hace 52 años acabó con una etapa tan renovadora e imperfecta como ésta.
 

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