Hace casi dos años, mi amigo Edgardo escribió para el viejo “RECOnstrucción”
un artículo donde encuadraba con notable agudeza el debate que sostuvieron
el entonces cardenal Joseph Ratzinger y el filósofo Jürgen Habermas, cuyo
resumen fue reproducido en los medios locales. Como era de esperar de un
agnóstico sofisticado, su análisis tiende a favorecer la postura de
Ratzinger, y enfatizar sus corolarios políticos. Pero no deja de consignar
las inquietudes de Habermas, esa otra cara de la tradición europea.
Hoy que Benedicto XVI, al reivindicar el uso del latín en la misa y otras
viejas costumbres de la Iglesia, escandaliza a los progresistas y preocupa a
los bien pensantes, me parece importante repasar este debate.
A la inversa de Wojtyla, un verdadero traccionador de masas lanzado en la
arena de la guerra fría, Ratzinger tiene una estrella polar diferente. De
formación estrictamente agustiniana, ha sido el animador de “Comunión y
Liberación” y de “30 Giorni”, grupo político y órgano de prensa de los
jóvenes reformistas católicos que junto con Rocco Butiglioni y Roberto
Formigoni ocuparon los claustros de la Universidad de Lichstentein en los
años ochenta.
Allí, el análisis del "topo en el laberinto" - como se autodefinían y
definían los dramas del hombre contemporáneo frente a los totalitarismos de
matriz estadual - convocó miles de jóvenes que acompañaron desde la
militancia católica los movimientos del Juan Pablo II. Joseph Ratzinger fue
el ideólogo de esa paulatina transformación, iniciada en Puglia y consumada
en Ravenna en una escala incesante de una punta a otra de la Península.
En este dialogo emblemático entre el custodio de la Fe, hoy devenido
pontífice y el filosofo Jurgen Habermas se discuten ya aspectos esenciales
de la modernidad, del relativismo cultural y de algo que sorprenderá a los
esquemáticos detractores del nuevo Papa: Para Ratzinger la tradición
católica tiene mayor flexibilidad, mensurabilidad y capacidad integrativa
sin rupturas que el racionalismo, al que cuestiona como un fenómeno
ontológicamente intolerante.
De una forma curiosa y a la vez acerada las reflexiones del entonces
cardenal custodio de la Fe se revelan más flexibles que las disquisiciones
de Habermas, devenido involuntariamente en Papa laico. En el centro del
debate se desmenuzan aspectos esenciales relacionados con el rol de la
modernidad como precursora del relativismo cultural, la abierta inquietud
comprensiva de los católicos hacia las otras religiones, y finalmente la
preocupación ratzingeriana por las democracias abúlicas y plebiscitarias de
las que desconfía.
Edgardo Arrivillaga - Mayo 2005
En enero de 2004, antes de ser Papa, la Academia Católica en Baviera reunió
al entonces cardenal Joseph Ratzinger (1927) con el filósofo Jürgen Habermas
(1929). La cumbre intelectual se mantuvo entonces en discreta reserva.
Personalidades de amplia influencia en mundos muy distintos - el reino
vaticano en un caso, la república académica en otro - ambos son alemanes de
una generación que, muy joven, participó del colapso bélico del Tercer Reich.
Maestros de vasta experiencia si bien, por así decir, con libros opuestos,
ofrecieron en esa ocasión su visión de las relaciones entre la religión y la
política a comienzos del siglo XXI. ¿Pueden llegar a ser hermanas la fe y la
democracia? ¿O bien persistirán en su añeja y mutua hostilidad? Más allá del
resultado del encuentro, resulta claro que el ahora Benedicto XVI enfrentó
con energía a su antagonista, sin dudas el pensador vivo más célebre tras la
desaparición de figuras como Norberto Bobbio, John Rawls o Jacques Derrida.
La conferencia de Baviera modifica algo del perfil convencional por el que
son conocidos sus protagonistas. Es cierto que Habermas se muestra
preocupado por los temas de siempre, la fundamentación no metafísica de los
valores modernos y la racionalización de la cultura política. Pero a la vez
- y esto es sorprendente en quien al pasar se define como indiferente, "sin
oído musical para la religión" - insistió allí en la necesidad de contar con
la fe para sostener la debilitada vitalidad de la conciencia democrática.
Ratzinger defendió por cierto una filosofía tradicional que tiene siglos
detrás de él. En sus maneras, sin embargo, tomó distancia del perfil
mediático que supo proyectar como guardián del dogma y purpurado
ultramontano, capaz de sostener que los políticos católicos pueden aplicar
la pena de muerte pero jamás autorizar el aborto. En su Baviera natal adoptó
el papel de polemista urbanizado. Se permite incluso un cortés comentario
crítico acerca de una idea de Hans Küng, un teólogo cuya enseñanza combatió
desde su implacable puesto institucional en Roma durante la era Wojtyla.
Un problema de los laicos, comenzó Habermas, es que tienen dificultades para
afirmar valores sin recurrir a los respaldos trascendentes o confesionales
que pretenden negar. La secularización - vale decir, el proceso de replanteo
en términos laicos del antiguo universo conceptual de la cultura religiosa -
amenaza con vaciar el sentido mismo de esos conceptos que son también
valores. ¿Cómo se justifican, por ejemplo, el derecho y el Estado? Esta
pregunta fundamental para la política constituyó el centro de la discusión
en Baviera. Desde la filosofía de Habermas, una variante del liberalismo
político, el respaldo de las instituciones ya no puede ser religioso o
metafísico: debe ser racional. La ley que regula al Estado se fundamenta en
las mismas condiciones que hacen posible el diálogo entre ciudadanos,
quienes están involucrados de una u otra forma en el procedimiento
legislativo. La argumentación es la fábrica de legitimidad del sistema.
En esta visión, es el propio proceso democrático el que genera el
imprescindible consenso hacia un sistema que pretende apoyarse no tanto en
la represión que en el acuerdo más imaginario que real de sus integrantes.
Una derivación importante es que el Estado democrático evita dar
instrucciones sobre la felicidad o fijar orientaciones acerca del sentido de
la vida. Es neutral, dice Habermas, respecto de las visiones del mundo. Sus
ciudadanos pueden adoptar la que prefieran; son libres de pensar y actuar
como quieran siempre que respeten la legalidad vigente.
Pero el verdadero problema - que, hay que decirlo, no empezó a preocupar a
Habermas en el momento en que se encontró a debatir con Ratzinger sino mucho
antes - se perfila ahora con claridad, pues ¿qué motivará a estos ciudadanos
laicos, posmetafísicos, individualistas a participar en política o a
sacrificar algo de lo propio en aras de un interés común? La razón puede
justificar, pero no basta para motivar, aclaró Habermas. Y es aquí donde
halla un espacio para que la religión haga su aporte a la cultura
democrática moderna con la que vive en disenso a la vez perpetuo y, según
él, tolerable. Este tono desconcertó a los comentaristas. ¿El heredero de la
tradición radical de Frankfurt, el defensor de la Ilustración y del
progresismo se aprestaba ahora a un giro religioso ante un cardenal
oscurantista?
Un sistema político, explicó el filósofo, no puede nutrirse del puro
conocimiento o de la sola transparencia argumental en los debates. En el
pasado, las convicciones republicanas fueron sostenidas por ideologías o
pasiones (el nacionalismo, por ejemplo). Sin anclajes "pre-políticos", como
los llama con elegancia, es decir, sin motores pasionales e irracionales,
difícilmente alguien iría a la guerra o resignaría ganancias en aras de la
igualdad. Un Estado no puede prescindir de valores altruistas ni tampoco
imponerlos jurídicamente. La modernización, con su individualismo y su
frialdad ante lo trascendente, puede llegar a disolver el cemento de la
sociedad.
¿Cómo implantar una convicción solidaria eficaz con medios sólo racionales?
En lo que Habermas denomina "post-secularización", la religión tiene un
papel relevante para la formación de virtudes civiles; apuntala, no amenaza,
a la modernidad secular. ¿Acaso los derechos humanos, hito de la
civilización, no hunden sus raíces en la escolástica católica, comentó
Habermas?
Cristianos y no creyentes deberían soportar la perpetua discrepancia sobre
temas de sexo o familia. La razón, por su lado, ganaría en profundidad si
reconociera en la fe un "potencial de verdad" que ésta sin embargo no puede
demostrar por sus propios medios. La filosofía no debería enjuiciar a la fe
con criterios estrictos de verdad o falsedad (cosa que hizo abundante e
inútilmente en el pasado), sino cambiar de actitud y estimar lo que puede
aprender de ella.
El cristianismo le parece a Habermas un aliado adecuado en la lucha contra
el posmodernismo, enemigo común, pues, a diferencia de éste, no reniega de
la racionalidad ni le atribuye a ella el origen de todos los males. Con
todo, para Habermas sería preciso "desinfectar" de cierto irracionalismo
remanente a las culturas no liberales, como las religiosas, para admitirlas
en la ciudad. Pero, ¿qué queda de la religión después de esta profilaxis?
En su respuesta, Ratzinger sostiene que la racionalidad, único Dios que
Habermas admite, también debería reflexionar sobre los desastres que
producen sus sueños y comprender las reacciones contrarias que genera. Por
un momento parece acercarse más que el propio Habermas a las ideas en las
que éste se formó.
Cierta o no, su indirecta objeción es a la vez pertinente y popular (algunos
la calificarían de populista, otros de mero lugar común) y contribuye a
delinear la imagen final con la que el cardenal quiere identificar a su
rival, la estrella intelectual. Aunque, a decir verdad, Habermas manifiesta
la aspiración a convivir con la religión, la argumentación de Ratzinger
intenta convertir al filósofo en una especie de fanático del racionalismo;
un dogmático de distinto tipo.
Ratzinger aprovecha las cartas que su antagonista deja sobre la mesa para
elaborar su argumento utilizando un lenguaje menos técnico, algo que quizá
constituya también una lección para progresistas. Sabe que ante un eventual
auditorio no creyente llevaría todas las de perder y tiene que defender la
noción de derecho natural, es decir, de una ley cuyo fundamento no es un
razonamiento o el resultado de un debate sino que se deriva de una esencia
"natural" de origen divino y revelada a los hombres. ¿Cómo hacerlo sin
exigir que los demás participen de sus creencias?
El verdadero enemigo que obsesiona al cardenal se llama relativismo moral,
sin dudas amplificado por el posmodernismo que Habermas deplora, pero no
exclusivo efecto de éste, sino de la propia modernidad que el filósofo
reivindica. Los valores firmes no surgen de los caprichos personales del
individuo ni pueden fundarse siempre de manera racional o democrática. Esto
último es claro en el ejemplo de los derechos humanos. ¿Acaso las mayorías
que votaron y llevaron legalmente a Hitler al poder en Alemania hubieran
consagrado la dignidad humana, arguye Ratzinger? Hay valores que se
sostienen por sí mismos, sin necesidad de argumentos o consensos. No es
sensato postrarse ante el fetiche del yo moderno ni el de sus mayorías.
Estas no siempre tienen razón, dijo el cardenal el año pasado en Baviera.
La religión, afirma con Habermas, será una auténtica fuente normativa para
las democracias abúlicas siempre que se admita que los principios del orden
moral y civil fluyen de la naturaleza divina. Porque detrás de ese
reconocimiento vendrán los necesarios valores para el mundo moderno cuyo
ateísmo amenaza incluso la dignidad de la persona. Si bien es preciso que el
derecho vuelva a disponer de un fundamento trascendente deberá ser, por
supuesto, uno racionalmente estructurado. Sólo así podrá combatirse el
relativismo, enemigo común, que Habermas abomina sólo bajo la forma de
posmodernismo. El filósofo había ofrecido su mano, pero el cardenal busca
tomarlo del codo.
En efecto, Ratzinger explota a fondo los gestos concesivos de Habermas y
extrae de ellos casi la exigencia de restaurar la centralidad de la fe en un
mundo que ya no cree en nada ¿No había sido Habermas quien subrayó la
genealogía católica de los derechos humanos, hoy venerados por todo el mundo
globalizado (a excepción quizá de algunas diócesis meridionales)? Puesto que
la metafísica confesional - la fe - no puede limitarse a ser un mero
correctivo para el vacío del mundo moderno que ha diagnosticado Habermas
porque es su única verdad sustancial y ha sido relegada. Si la necesidad de
un más franco regreso a la fe asusta a los progresistas como Habermas por
sus peligrosos núcleos irracionales, ¿por qué se muestran tan poco alterados
por las atrocidades de la razón, empezando por la bomba atómica y pasando
por su desprecio a las culturas distintas, cuya religiosidad, sostiene el
cardenal, el propio Vaticano respeta y estima?
Para Ratzinger es obvio que el laicismo de la modernidad racionalista domina
—por el momento y para su propio mal— el actual panorama espiritual. Con
todo, razón y fe - los padres de la iglesia, dice el cardenal, lo enseñaron
hace ya muchos siglos - son complementarias antes que enemigas. Además,
queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos
mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Atrocidades
históricas aparte, y pese a que superficialmente no parezca así, desde un
exclusivo plano doctrinal el ecumenismo de la fe católica manifiesta una
mayor disposición a la relación con lo distinto que la cultura liberal.
La lucha de Habermas contra el posmodernismo, deja entender el cardenal, lo
terminará arrastrando hacia la intolerancia cultural. Después de todo, no
sólo París es la capital de la diferencia. También el Islam, el modo de vida
de la India o las sensibilidades nativas de Latinoamérica tienen sus propias
visiones no coincidentes con las del Occidente racionalista, la mayor
cultura operativa en el ámbito global.
Para Ratzinger, y en ello se adivina el intento de una estocada final, la
modernidad que Habermas defiende debería aprender a modular sus pretensiones
de universalidad tomando lecciones de la tradición católica. Esta tradición
no sería menos firme pero sí (al menos en teoría) menos absolutista o
paranoica que la modernidad laica. Si ésta no modera su ciega arrogancia, lo
pagará caro. Y ya lo está pagando, insinuó en Baviera el hombre que sería
Papa.
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