Julio Bárbaro, que milita en política desde hace algo más de
40 años, no ha dicho siempre las mismas cosas (sólo un imbécil muy
insensible o una estatua podrían cumplir con ese requisito en Argentina).
Pero siempre ha tratado de hacerse entender por aquellos que no compartían
su militancia o su ideología (puedo atestiguar que ha sido criticado por
eso, entre otras cosas, por los “verdaderos creyentes”). Por eso pienso que
es natural que sea él quien haya publicado, en Clarín, una contestación
política a los cuestionamientos a las actitudes de Perón a su regreso.
(Nota para peronistas: Un amigo, ortodoxo él, que pasó por Encuadramiento,
criticó el título: “Autocrítica es un concepto marxista, no peronista”. Le
expliqué que Julio, como argentino y peronista, lo que hace es la
autocrítica de los guerrilleros, es decir, la autocrítica de los otros)
Julio Bárbaro – Enero 22, 2007
Olvidar el pasado puede ser tan negativo como regodearse morbosamente en
él, en sus carencias. Si la obediencia debida y el punto final eran tan sólo
muestras de debilidad frente a una justicia necesaria, con la última etapa
democrática la situación es diametralmente distinta.
No fueron razones de influencia política ni exigencia de poderosos las que
cerraron el juicio a la agonía de la democracia, sino que el golpe del 76 y
su violencia explicaban demasiado del final de Isabel. Difícil de entender
desde el hoy, en esos años los cultores del fratricidio nos trataban con
desprecio a los que le poníamos fe a la democracia.
Nunca apoyé la teoría de los dos demonios, pero la adhesión a la violencia
como única salida resultaba más fuerte que la posición ideológica de sus
adeptos. Si el asesinato de Aramburu marcó el ingreso de sus gestores al
mundo de afectos del peronismo, fue el asesinato de Rucci el que signó el
fin de ese idilio.
Fuimos electos el 11 de marzo del 73, y hasta el 25 de mayo en que asumimos
el gobierno pasé semanas en Trelew ayudando y debatiendo con los detenidos
más importantes de la etapa. Allí ya quedaba claro lo complejo que era
incorporar a esos militantes, acostumbrados a la clandestinidad, al desafío
de la democracia. Por un lado, consideraban imposible que el gobierno los
dejara libres; por otro, sentían que ese camino no servía para nada.
Acompañé dos vuelos charteados el 25 para trasladarlos a Buenos Aires. Pocas
voces me quedarían tan marcadas como aquella de la azafata anunciando por el
parlante: "Austral Líneas Aéreas saluda a los compañeros liberados y les
augura el mejor de los éxitos para la vida que hoy inician". Alegría
desbordada de hombres duros que liberaban sonrisas para reprimir las
lágrimas.
Después, lo cotidiano; discusiones sin final sobre democracia y violencia,
los límites de la realidad y el sentido de palabras sublimes como
revolución, militancia, heroísmo, entrega, madurez, eterno juego entre las
utopías y su concreción. Así volvieron las acciones violentas y fue
necesario que el Parlamento actuara en consecuencia.
Reprimir por ley lleva a la confrontación: un grupo de diputados visitó al
General, fue un debate televisado con varias renuncias a las bancas. Los
voceros de una democracia por consolidar confrontando ahora con los otros,
ayer tan sólo ambos enfrentando juntos a la dictadura.
Días preñados de conflictos, cada año merecía la memoria de una década. Los
violentos sentían que la democracia los limitaba, intentaban retornar al
espacio donde se sentían seguros. A los pocos días, el ERP ya reivindicaba
su accionar militar. La democracia que festejó su llegada liberando a los
militantes comenzó a discutir con ellos sobre el tiempo y la sangre, la
solidez y limitaciones del reformista frente a los riesgos y la seducción de
las armas.
Para la naciente democracia la violencia era un enemigo que la debilitaba en
su esencia, que la igualaba en miedos a la dictadura que habíamos logrado
derrocar juntos. Si la renuncia de los diputados fue un punto de inflexión,
el asesinato de Rucci será el final de una muerte anunciada; luego vendrá la
expulsión de los imberbes de la Plaza y finalmente la muerte de Perón.
Desde las exequias del General al golpe, sólo la agonía del sistema define
objetivos y voluntades. Escritos y orales, los debates son el nervio de
nuestras vidas. Eran muchos los que apostaban a "agudizar la contradicción",
los que imaginaban a la democracia como un obstáculo para una confrontación
entre el pueblo y las Fuerzas Armadas, para una marcha final hacia el poder.
Cuesta ubicarse en aquella coyuntura: la violencia asomaba como el Jordán
purificador. No aceptarla implicaba todos los vicios probables: reformismo,
cobardía, tibieza, debilidad. Imponer, entonces, la razón sobre el heroísmo
y la pasión implicaba enfrentar el espíritu de la época.
Hoy, entender que los errores eran nuestros y asumirlos es una obligación.
No hacerlo es una irresponsabilidad frente a las nuevas generaciones que
necesitan convertir nuestras limitaciones en sabiduría. Isabel y sus
secuaces son el resultado del desprecio que nuestra generación sintió por la
democracia.
Perón había optado por los jóvenes, que eran lo mejor de su entorno; la
renuncia de ellos lo dejó en manos de lo peor. La guerrilla obtuvo
justificación en la dictadura primero, en el encuentro con el peronismo
después. La infantil idea de "vanguardia esclarecida", de que la sangre
acortaba los tiempos, la voluntad extrema del guerrero dominando las
necesidades de la política... todas ellas son las causas de la derrota.
Renuncian a la democracia para apostar a las armas, Perón fue el último que
al integrarlos les ofrece una salida posible, son sólo ellos los
responsables de lo peor que les sucedió.
Etapa intensa que merece el análisis frío de los actores que todavía podemos
aportar algo a esa compleja mezcla de heroísmo y miseria. Demasiado compleja
para que meramente algún juez quiera limpiar su imagen a su costa, demasiado
pesada en nuestras vidas como para dejarla librada a la búsqueda fácil de
chivos expiatorios.
No es que Perón necesite nuestra defensa; somos nosotros, es el futuro el
que exige nuestra autocrítica. ¿O no llegó la hora?
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