A dos años de Cromañón

Abel Fernández – Enero 2005

 

En los primeros días del 2005 aparecieron en esta página, que entonces se llamaba Reconstrucción 2005 y era un foro donde algunos amigos discutíamos y acordábamos en el marco de una identidad peronista común, estos fragmentos de una carta que escribí bajo el impacto, muy cercano, de la tragedia pero tratando de reflexionar sobre sus causas. Pasaron vientos y alguna tempestad, pero sigo pensando lo mismo

 

Les estoy mandando estas reflexiones porque siento que es necesario que ante una tragedia como ésta los que no somos víctimas o familiares directos estamos obligados a por lo menos tratar de entender lo que pasó en nuestra ciudad. Entiéndanme, digo “tratar”. Hace mucho que Edipo Rey y el Libro de Job mostraron que hay cosas en el destino de los seres humanos que están más allá de la razón y de sus propias acciones. Pero en lo que sucedió en Buenos Aires el 30 de diciembre – todos lo sabemos – hay cosas que algunos hombres hicieron y otros hombres que dejaron de hacer cosas, y de ambos hechos se debe rendir cuentas, y aprender.

Para no empezar desde cero, mala costumbre a evitar, quiero reconocer que entre el fárrago lacrimógeno y algo carroñero del periodismo, había bastantes notas que valía la pena leer. El tema daba para ello: la autoflagelación es una especialidad argentina y en Cromañon se mostró la peor cara de nuestro país: Omar Chaban es un ejemplar patológico de nuestra burguesía nacional: todos lo conocen pero no tiene nada a su nombre. Las inspecciones municipales simbolizan desde siempre la perversión del Estado que administra cajas y favores políticos pero no cumple su función. Ibarra, candidato natural del progresismo y sobreviviente invicto de catástrofes políticas, finalmente era destruido por el mismo motivo que en diferentes formas volteó a sus mentores, el Chacho y De la Rúa, la incapacidad de dominar el Estado. Si hasta el presidente peronista que más atención ha prestado a los medios y quizá el que los manejó con mayor habilidad se encontró por cuatro días fatales sin nada que decir mientras la gente comenzaba a gruñir.

Y por supuesto, lo más delicado, estaban los testimonios que contaban que cuando el dueño del local pidió que no tiraran bengalas porque se iba a quemar el lugar, el público joven respondía en coro: "Borombombón, borombombón, Andá a la puta que te parió". Por eso las notas interesantes son las que se animaron a enfocar el tema de la responsabilidad: la de los victimarios: los empresarios y los funcionarios, ... y la de las víctimas. Este es el tema más difícil y más valioso para encarar, porque hace muchos años que en nuestra patria (como en todo Occidente) los intelectuales orgánicos, como diría Gramsci, han desarrollado una sacralización irreligiosa pero dogmática de la condición de víctima. Si ha sido lastimado o perseguido, especialmente si además es pobre, tiene razón! Y no está permitido criticarlo.

Está bien, es una actitud con raíces cristianas, hasta cierto punto tiene un eco en Evita. Lo malo es que se plantea al mismo tiempo que se ha librado una guerra cultural muy fuerte en las últimas generaciones con el fin de desacreditar, de borrar el concepto de responsabilidad. (No confundir con el de culpa, que es diferente y mucho más factible de ser manipulado). Hoy el llamado progresismo a veces parece consistir en ignorar la noción de responsabilidad personal, pero en nuestro país la falencia está tan extendida que es evidente que somos muchos, de todos los matices, los que ayudamos a olvidarlo. Incluyendo por supuesto, lamento decirlo, los peronistas.

Hay que observar que en las notas que se atrevieron a mencionar la responsabilidad – o irresponsabilidad - de las víctimas no ha habido una separación por ideologías al viejo estilo. Artículos muy duros y lúcidos, por ejemplo, publicó en "Veintitrés" y en “La Nación” un tal Fernando Iglesias, de quien no he leído sus libros pero tengo entendido que es un intelectual enrolado en la izquierda tradicional. Es una ráfaga de sensatez, comparado con un Feinman que parece decir que la sociedad argentina se merecía esta tragedia por haber dado mayorías a Menem en el ’89 y en el ’95. Pero … no quiero contribuir a otra lacra muy típica de los argentinos, que Cromañón incluye también en su muestrario: ser buenos polemistas, ser expertos en diagnósticos, en regodearnos en la descripción de nuestros errores, sin hablar de lo que tenemos que hacer para corregirlos.

No les estoy escribiendo sobre medidas de seguridad. Quiero hablar, les dije, sobre responsabilidad. Pienso que los peronistas, los argentinos, nos debemos discutir ese tema. Porque por una horrible ironía fue justamente Omar Chaban quien sintetizara hace un año un pensamiento que estuvo detrás de esta tragedia y de otras anteriores. Dijo hace no mucho en un reportaje: ─“Hay una cuestión perversa y cíclica del sistema y es que, cada tanto, tienen que reventar muchos jóvenes. Por eso existen las guerras, por eso existió la dictadura. Es como una variante de impotencia sexual ligada a la decrepitud de los que tienen el poder, según la cual aquellos que tienen una vida sexual liberada y plena tienen que pagar” ─. Queda clara, por supuesto, la contrapartida implícita: los que disfrutan de una vida sexual liberada, que no son decrépitos y están contra las guerras y las dictaduras, jamás se les ocurriría arriesgar la vida de jóvenes y niños para ahorrarse unos mangos. Seguro que no.

Ese pensamiento, elaborado en Europa y EE.UU. en cátedras bien rentadas por intelectuales admirados, por ejemplo, por Lilita Carrió, se ha expandido por nuestra cultura y está, en versiones berretas, por todos lados, desde los programas educativos, contribuyendo a debilitar la autoridad docente, hasta las letras y la filosofía del rock, justificando a la juventud por serlo. A lo mejor, no es mayoritario; quizá hay una mayoría silenciosa que no comulga con eso. No importa, es silenciosa. Como pensamiento hegemónico está en todas partes, sin debatir. Y es el mensaje que la sociedad le da a todos los jóvenes, los que van a los colegios privados y los que siguen al rock chabón: ─“Toda autoridad es mala, es fascista”─.

Claro, los peronistas podemos decir que, como cultura política, ciertamente no compartimos esa actitud. Pero como parte importante de la dirigencia argentina en los últimos veinte años, no nos hemos comportado distinto de los que vienen de otros sectores políticos, a derecha e izquierda. Hemos aceptado que la construcción del poder político pasa por la presencia en los medios, el discurso bien estudiado para no ofender a nadie y el reparto de contratos y favores. Por eso hemos contribuido sustancialmente en los hechos a devaluar la autoridad.

Nos excusamos diciendo que así son las cosas en todas las sociedades modernas, y que somos más eficaces que los dinosaurios que aún quedan y que creen que se puede tener autoridad poniendo cara de bragueta y cerrando los ojos a la realidad.

Pero el todo vale, el relativismo moral, la política como operaciones publicitarias también tienen sus costos (190 vidas, hace pocos días) y también ciegan a la realidad. O realmente el drogón imbécil de Chaban podía pensar que decir a los jóvenes que no hicieran una cosa porque era peligrosa sería algo distinto a un desafío para que alguno lo hiciera? O Ibarra podía creer que reemplazar a los viejos inspectores por profesionales universitarios, como hizo hace poco, serviría de algo si la clausura de los locales en infracción seguía siendo una “decisión política” reservada al nivel de secretario? O nosotros mismos podemos creer que el peronismo que gobierna la Nación y la mayoría de los distritos va a eludir la bronca de la gente comprando periodistas o, más ingenuo, diciéndonos que el real peronismo es otra cosa?

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Para ir a lo concreto, amigos, pienso que debemos asumir que la sociedad argentina tiene defectos serios, que a lo mejor no son peores que los de otros pueblos. Pero en esos países sus instituciones son más sólidas, lo que quiere decir que tienen más legitimidad social. Por eso, la tarea más urgente no es reformar a los jóvenes, los empresarios, los sindicalistas o el periodismo. Tenemos que reconstruir el Estado. … Rearmar donde es posible – crear desde cero, donde no – cuerpos permanentes de funcionarios en todas las áreas, bien remunerados y estables (pero no inamovibles). Y como toda burocracia, aún la mejor, termina sirviendo a sí misma en primer término, la conducción superior debe seguir en manos políticas, imperfectas y en algunos casos corruptas, pero que pueden ser reemplazadas. Esta conducción tendrá la decisión definitiva, pero no la posibilidad de ocultar las opiniones de la burocracia estatal.

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La necesidad de reconstruir el Estado se percibe en todos los niveles, desde los ministerios nacionales a las municipalidades. Pero es más necesario aún, con sus características específicas, en el Poder Judicial y en las fuerzas de seguridad. Esta carta no es el lugar para extenderse en esos temas, que requieren enfoques particulares, adaptados a sus realidades propias. Pero quiero recordar a Max Weber, que deja claro que el Estado es burocracia, tenga toga o armas.

Y hay dos puntos que no resisto a dejarles dicho, para cada una de esos dos espacios. La reforma del Poder Judicial no debe ser dejada a la corporación de los abogados, aún teniendo en claro que el pensamiento jurídico es el que debe privar allí.

Y la clase política debe entender, especialmente en las provincias, que no puede seguir pagando sueldos miserables a los miembros de sus policías, y aceptar tácitamente que se financien con los “negocios” que ellas mismas administran. Como los inspectores, se transforman así en un mecanismo para comprar políticos y destruir vidas … y gobiernos. Aníbal Ibarra y Carlos Juárez, tan diferentes entre sí, pueden dar testimonio.
 

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