Abel Fernández
Muchos argentinos – no hablemos de los uruguayos – critican duramente a
Kirchner por su manejo del conflicto diplomático con la República Oriental;
en especial aquellos que – por reflexión o sentimiento – aprecian en su
justo valor la relación que tenemos – que debemos mantener – con el país que
entre todos más se parece al nuestro, que está más cerca de nuestro corazón…
inclusive en el sentido geopolítico de la expresión.
Hasta Perón – que no se llevó bien con el Uruguay en sus dos primeras
presidencias – dio un generoso y prudente final, en uno de los hechos más
importantes de su tercer gobierno, al viejo conflicto de límites con el
Tratado del Río de la Plata. Y en Borges – que si algo no era es peronista –
encontramos sus milongas “Codo a codo o pecho a pecho Cuántas veces
combatimos Cuántas veces nos corrieron Cuántas veces los corrimos”.
Y los críticos tienen razón. El actual gobierno argentino ha mostrado en
este tema su costado más débil: la ausencia de una visión estratégica para
enfrentar los problemas. Por todo lo que se pelea con el periodismo,
comparte su debilidad: la realidad son los titulares de hoy y las encuestas
de esta semana. Frente a éstos, reacciona con audacia y cierta flexibilidad
(al menos, comparado con sus adversarios). Pero Kirchner – que es quien toma
todas las decisiones importantes – no cuenta ni parece sentir la necesidad
de contar con un equipo capaz de prever conflictos, evaluar alternativas y
proponer políticas de largo plazo. En la política nacional evidentemente se
puede funcionar sin él… por un tiempo. En la política internacional esa
carencia es fatal.
Nada demuestra esa carencia con mayor claridad que este conflicto. El
gobierno ha sido empujado por los acontecimientos, y las opciones que ha
tomado en los últimos tres años – o aún antes – han mostrado en los hechos
que no estaban pensadas con el suficiente cuidado, arrastrando a la
Argentina a una sucesión de derrotas diplomáticas. Actualmente, y ausente –
Deo gratias – la opción del enfrentamiento militar - se encuentra en una
situación sin expectativas favorables, y con el transcurso del tiempo
trabajando en su contra, con la misma implacabilidad de la construcción de
la planta de Botnia.
Sin embargo, también se puede encontrar una excesiva simplificación en la
mayoría de estas críticas. En un artículo que escribí hace unos meses (“Evangelina
Carrozo conducción”) decía: “Hoy es imposible plantear una política
industrial o una política internacional – íntimamente relacionadas, por lo
demás – que no tome en cuenta el aspecto ambiental. No importa si
personalmente al dirigente le encanta el perfume del aceite quemado; las
políticas eficaces son las que toman en cuenta a las mayorías que pesan. Y
hoy pesan decisivamente en este tema las clases medias de los países
desarrollados y, sobre todo, los jóvenes, para quienes la defensa de la
ecología es un valor fundamental”.
Puede argumentarse con razón que en este caso en particular la mayor parte
de la sociedad argentina no demuestra estar muy motivada. Es cierto: los
habitantes de Buenos Aires tienen a mano amenazas de contaminación muchísimo
más serias en el Dock y en la cuenca del Matanza. Y en otras partes de
nuestro país también se pueden mostrar otros peligros no potenciales sino
reales. Pero eso sería ignorar el rol de minoría activa y convencida que
cumple la población de Gualeguaychú.
En las sociedades modernas, anómicas e indiferentes, las minorías
convencidas y motivadas juegan un rol fundamental. El desinterés de las
mayorías no alcanza a servir de freno. Pregúntenle a las jerarquías
militares cuestionadas por los organismos de derechos humanos. Pregúntenle a
Aníbal Ibarra, destituido por la presión de las familias de las víctimas de
Cromañón.
Un gobernante, no importa cuán sincero o cuán ambicioso sea, debe tomar en
cuenta los intereses del mundo real y las relaciones de fuerza que en él
imperan. Será mejor gobernante, y estará más cerca de atender las
necesidades de su pueblo, cuánto más clara tenga esas relaciones de fuerza.
El peor error que la Argentina ha cometido en este asunto es fortalecer los
intereses del proyecto forestal-papelero que desde hace muchos años se
desarrolla en el Uruguay (como también, en menor grado, en la Argentina) con
el combustible del orgullo oriental, ante lo que aparece como la prepotencia
de su vecino más grande.
Por supuesto, un gobernante argentino no podía ignorar el reclamo frente a
la posible contaminación de su río fronterizo, si una ciudad mediana, cuya
economía depende en buena medida del turismo, se movilizaba ante el peligro.
(Ojalá que pronto las poblaciones vecinas al Riachuelo, al Matanza, al
Reconquista muestren igual voluntad de pelea!).
Parece obvio hoy; en realidad debía parecerlo hace ya dos años, que a la
Argentina le convenía ofrecer financiar la relocalización de las plantas, en
lugar de tratar de conseguirlo por la sola presión diplomática. El costo
sería una especie de compensación por los daños provocados al Uruguay por
los cortes al tránsito, justificables pero ilegales. Y nada en el
capitalismo más salvaje hace necesario que una planta esté ubicada frente a
una ciudad turística, en lugar de n kilómetros río abajo, o en otra cuenca.
Hoy, que la planta de Botnia está construida en un 65 %, y que el
alejamiento de ENCE es visto por los uruguayos como una muestra de la
prepotencia argentina, esta solución aparece remota. Pero un error muy
peligroso – y uno que los políticos son muy proclives a cometer – sería
tratar de desviar la atención de lo que se ve como un problema insolubles.
La irritación de una comunidad que fue alentada en sus reclamos – que aún
hoy lo es, en el discurso del Presidente Kirchner – y que ve que la
demonizada planta se sigue construyendo, unido al fanatismo ecológico de una
minoría, pueden crear nuevos focos de conflicto.
El decidido apoyo económico por parte del Estado Nacional a las industrias y
los comercios de Gualeguaychú, a su población en general, para resarcirla de
los inconvenientes que la situación le provoca y le provocará, que propone
Gerardo González en su artículo, seguramente no solucionará el problema.
Pero puede evitar que se agrave.
En el mundo real no hay soluciones mágicas, sin costo. Hay compromisos. Y
también hay desastres: por ejemplo, pantanos en que los gobiernos se meten
por ceguera y obstinación. Pregúntenle también al Presidente Bush, luego de
su aventura en Irak.
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