El artículo de Edgardo Mocca – estudioso de la política y docente en la U.B.A. –
que publicó el 13 de junio último en Clarín me impresionó como uno de los
comentarios más lúcidos que he leído sobre la política argentina en la
actualidad. Aunque faltan líderes y sobran comentaristas (me incluyo), los
análisis – aún los más interesantes: Wainfeld, Morales Solá, mi amigo
Arrivillaga – están a menudo condicionados por un juicio previo sobre lo que
debería ser. Aquí, Mocca hace un muy buen trabajo con sólo describir lo que está
pasando.
Pero... tengo mis reservas con la conclusión a la que llega. Más comentarios
después de leerlo
Con frecuencia, las invocaciones a la centralidad de los partidos políticos en
el sistema democrático y a la necesidad del diálogo interpartidario se confunden
con la ilusoria espera de que el paisaje político recupere la fisonomía anterior
al derrumbe de 2001.
Igualmente recurrente aparece la añoranza por los partidos políticos masivos,
programáticos e institucionalizados que nunca existieron en plenitud en la
Argentina: lo más parecido a esa idealizada imagen fue un muy breve período
posterior a la recuperación democrática en 1983.
Mientras tanto, la escena política va recorriendo otros itinerarios. Se va
organizando alrededor de liderazgos populares —cuyo alcance es sistemáticamente
medido por las encuestas de opinión— y de reagrupamientos bastante intensos, y a
veces muy difíciles de prever, de dirigentes territoriales que se van nucleando
a su alrededor. Estos reagrupamientos no se producen, sin embargo, en el vacío:
no son solamente resultados de negociaciones oportunistas sino que están
atravesadas por lealtades, identidades y, a pesar del sentido común dominante,
también de ideas y proyectos.
El resultado de este modo de reorganizarse la política en los últimos años va
poniendo paulatinamente en el centro de la escena una forma política de escasa
presencia en el pasado: las coaliciones. Más allá de la frustración de la
Alianza y de la mala prensa que suelen tener los pactos y acuerdos electorales,
las coaliciones parecen ser el futuro de la política en Argentina.
¿Por qué? Por múltiples razones entre las que se cuentan la creciente
complejidad sociocultural del país, el debilitamiento de las identidades
políticas masivas, el crecimiento del electorado independiente y, no en último
término, un sistema electoral de doble turno que exige 45% de los votos —o 40% y
una diferencia mayor a los diez puntos porcentuales— para ungir a un presidente
sin necesidad de segunda vuelta.
No es demasiado osado inscribir en esa lógica coalicional el llamado a la
"concertación" públicamente enunciado por el presidente Kirchner. Tampoco la
centralidad simbólica que va adquiriendo cada vez más el Frente para la Victoria
en detrimento del tradicional Partido Justicialista en el tejido de apoyos del
Gobierno. El previsto desembarco de dirigentes radicales y de otras fuerzas
podría modificar la forma y la denominación del agrupamiento.
Claro está que tal como se insinúa hoy, este conglomerado no es una coalición en
el sentido estricto de la palabra; es más bien una convocatoria vertical desde
el Poder Ejecutivo, cuyos componentes no son actores políticos estructurados,
sino figuras individuales capaces de representar la "pluralidad" que enuncia el
Presidente. Las personas que sean a la vez memoriosas y escépticas podrán
remitir esta operación a aquella otra que en 1946 absorbió a sectores del
socialismo y el radicalismo bajo la hegemonía de Perón. Se puede pensar, sin
embargo, que estos sesenta años no pasaron en vano y que la sociedad argentina
es bastante diferente a la de entonces.
Es posible, por lo tanto, considerar la posibilidad de que dirigentes y grupos
incorporados a la constelación oficialista vayan construyendo autonomía y
generando una cultura de diálogo que evite la reiteración de la experiencia del
"gran movimiento nacional", cuyo sentido está determinado por la voluntad del
líder.
Ahora bien, los preparativos de la escena electoral de 2007 insinúan la
posibilidad de que la coalición oficial compita con otra u otras coaliciones.
También la oposición sabe que la dispersión de fuerzas la condena a la derrota y
a la impotencia. En este caso, el problema no es, como en el caso del
oficialismo, la amenaza de la hegemonía de un partido o de un grupo sino el de
la fuente de su legitimidad política. Quienes pretenden presentarlo en sociedad
como un frente de centroizquierda tienen el insalvable problema de que ese
espacio está provisoriamente ocupado por el Gobierno. Aquellos que lo promueven
como un acuerdo en defensa de la República tendrán grandes problemas para
compatibilizar esa portada con la composición que tal acuerdo termine por tener.
Y un interrogante que tendrá que resolver este reagrupamiento es si hay o no hay
en él lugar para una franja de dirigentes peronistas que abarque a quienes ya
han deslindado su territorio respecto del Gobierno y a aquellos que esperan
mejores condiciones para dar ese paso. Es probable que la coalición opositora,
más allá de las intenciones de algunos de sus promotores, sea, más tarde o más
temprano, una coalición de centroderecha.
Como les anticipé arriba, la conclusión a que llega Mocca parece razonable, pero
se funda en un único elemento sólido: “el espacio de centro izquierda está
provisoriamente ocupado por el Gobierno”. Y esto es cierto, pero solamente en el
discurso y en el proyecto cultural (que es muy importante, claro). Pero sería
difícil encontrar una política económica o social del actual gobierno que pueda
definirse como de “izquierda”. Ni hablemos de transformaciones sociales como las
de los primeros años del peronismo.
Esto no niega que la situación de muchos trabajadores “en blanco” (exceptuando
la mayoría de los empleados públicos), así como la de buena parte de los
compatriotas del interior, ha mejorado. Pero eso se debe a la mejora de la
economía en general, y a que el gobierno se manifiesta por suerte libre de la
superstición del ajuste. En realidad, es ahora que se está produciendo el
derrame que el discurso neoliberal postulaba.
Pero con esto no alcanza. Cerca de la mitad de los argentinos está fuera de la
economía formal. A nuestras grandes ciudades, especialmente a Buenos Aires, las
rodean cinturones de pobreza, donde abundan archipiélagos de miseria y
marginalidad. Y esa marginación se transforma en una forma de vida que se
alimenta a sí misma. Los cartoneros, por toda la dureza de su realidad, son los
que todavía pelean para ganarse el pan para ellos y sus familias, que arrastran
los carros a su lado. Peor, peor para sí mismos y para el futuro de la
Argentina, están los que ya no tienen esperanza ni voluntad para buscar trabajo
y viven de los planes sociales. O los hombres jóvenes que encuentran en la
delincuencia el camino para salir de los agujeros en que están. Pobres ha habido
siempre. Pero la desesperanza no forma parte de la tradición argentina.
Romper este círculo vicioso, que por supuesto no empezó en 2003 ni tampoco en
1989, requiere de políticas sociales mucho más audaces e integrales que
cualquiera que se haya intentado hasta ahora. No sólo en Argentina; en toda
Latinoamérica. La región a la que ahora nos hemos integrado, en la cruel
división entre los que tienen educación, trabajo y futuro y los que no.
¿Qué tiene que ver esto con las elecciones del año próximo? Los marginales no
votan consistentemente. Y los pobres no votan necesariamente candidaturas de
izquierda, y menos “progresistas”. Son pobres pero no boludos, dirían en mi
viejo barrio. Pero ¿alguien puede creer que esta situación social no se va a
reflejar en la política argentina? ¿Qué los aparatos – desprestigiados – podrán
contenerla?
Porque debemos tener claro que la miseria no es un problema solamente de los
miserables. Es un problema para todos, aún para los afortunados. Como caldo de
cultivo de marginalidad y desesperación, logra que todos paguemos el precio, en
inseguridad y degradación de la sociedad. Lo saben las víctimas de la violencia,
en Centroamérica, en Colombia, en San Pablo y en el Gran Buenos Aires ¿Los
votantes lo ignorarán? Por eso pienso que Roberto Lavagna comete un error al
tratar de presentarse, sin más, como el moderador de las políticas de Kirchner.
No me considero un hombre de izquierda (En las inmortales palabras del personaje
de Soriano: “Nunca me metí en política. Yo siempre fui peronista”) Pero me
parece curiosamente miope un análisis que considere que sólo hay espacios
políticos a la derecha del gobierno actual. Especialmente, con la
tradición de insensibilidad hacia los problemas sociales de la derecha
argentina. Mi opinión es que la política
necesita propuestas que planteen en serio transformar la realidad. Y
que estas propuestas tienen un lugar necesario en las coaliciones que
inevitablemente disputarán el poder en el 2007, en la oficialista o en la
opositora.
Abel B. Fernández
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