Un clásico económico: industria nacional versus globalización

Julio 2005

por David Ibarra, analista político
 

HAY un nuevo orden internacional que comenzó a gestarse de manera ostensible desde comienzos de los años 70, orden facilitado por la terminación de la guerra fría y la nueva oleada de internacionalización de las economías. Como consecuencia, la división internacional del trabajo sufre alteraciones mayúsculas. Países industrializados (Suecia, Finlandia, Irlanda, Estados Unidos, Inglaterra) y países en desarrollo (China, Corea, Taiwán, India) surgen o resurgen con fuerza, creando nuevos polos tecnológicos y de crecimiento a escala mundial.

Sin embargo, varias regiones industrializadas enfrentan problemas de distinto orden (Europa, Estados Unidos, Japón) que hacen peligrar su dinamismo económico. Por último, los fenómenos de transición del socialismo al capitalismo, del colonialismo a la formación de estados nacionales, o del proteccionismo al libre cambio, explican en alguna medida el notorio rezago de zonas, como la Federación Rusa, África o América Latina.

La producción y el intercambio se concentran en torno de los mercados más amplios y dinámicos o alrededor de las grandes corporaciones con redes transnacionalizadas de negocios. Los mercados y los consorcios quedan entrelazados en redes de interdependencia que trascienden las fronteras nacionales e influyen en el reparto de las producciones, en el aprovechamiento de los impulsos de la integración de las economías. Aquí es donde la índole de las políticas adaptativas internas cobran un papel decisivo, sea para someterse pasivamente al juego irrestricto de las fuerzas de los mercados globales o para tratar de aprovecharlas en beneficio del desarrollo nacional.

Esa es la disyuntiva encarada por la política mexicana desde hace un cuarto de siglo en el intento de pasar del desarrollo proteccionista al crecimiento por la vía de acceder a los mercados internacionales. Debido a razones ideológicas, mucho se ha confiado en los efectos de la liberación transfronteriza y poco en la capacidad estatal o colectiva de encauzar el cambio y de atenuar los costos sociales de la transición. Por eso, la suerte de los trabajadores, empresas y empresarios se ha dejado casi enteramente fuera de la esfera de la acción pública.

La apertura externa, la desregulación y las privatizaciones han generado impactos de distinto signo en la economía y en el sector industrial mexicano. En la década de los 90 el comercio importador y exportador así como las inversiones foráneas crecieron vertiginosamente para luego decaer. Las empresas grandes tienden a consolidarse, ganan capacidad competitiva, acceso al financiamiento y la tecnología internacionales, aunque muchas, públicas o privadas, se extranjerizan. En contraste la pequeña y mediana industria sigue inmersa en problemas de consideración al reducirse el financiamiento privado, los apoyos de la banca de desarrollo o del fisco y carecer de programas de reconversión productiva con que enfrentar la competencia externa.

En conjunto, la contribución al producto de la agricultura y la industria decaen en la década de los 90. La primera ve reducir su participación en 2.4 puntos del propio producto entre 1993 y 2003 y aporta apenas 5.7% del valor agregado, a pesar de que de ella depende el sustento de alrededor de 25% de la población. De su lado, las manufacturas, la otra fuente medular de empleo y de elevación de la productividad, ven estancado su aporte al producto (19%) cuando los países emergentes de Asia registran cifras que suelen exceder de 30%.

Como resultado, la recuperación del crecimiento económico después de la crisis de la deuda de los años 80 resulta moderada y sujeta a fluctuaciones y contagios externos. La tasa de ascenso del producto entre 1993 y 2003 es sólo de 3.1% anual y la de las manufacturas 3.5%, muy por debajo del 6.0% y del 7.5% alcanzados, respectivamente, entre 1950 y 1982.

Visto el mismo fenómeno en términos de empleo, la agricultura expulsa mano de obra ocupada en casi 2 millones de trabajadores entre 1993 y 2004, muchos de los cuales emigran al exterior. De su lado, la industria de transformación apenas sostiene una participación entre 16 y 17% en el empleo total de la economía. En conjunto, la producción física (agropecuaria, minera, industrial) apenas ve crecer su empleo a razón de 1% anual. En contraste, el empleo en el sector de servicios se eleva a razón de 3.8% anual, poniendo de manifiesto el impacto de la informalidad y precarización de los puestos de trabajo. La industria ha dejado de ser una poderosa fuente de empleo y de absorción de la mano de obra redundante que solía impulsar la productividad media de la economía.

La evolución de la industria manufacturera resulta también desalentadora cuando se examina desde el ángulo del comercio exterior.

El Tratado de Libre Comercio de América del Norte significó un enorme impulso inicial: exportaciones e importaciones subieron a ritmos promedios superiores a 12% anual entre 1993 y 2004; sin embargo, esas tasas pronto declinan al agotarse las primicias de la apertura. El descenso parecía obligado después de las espectaculares expansiones iniciales. En rigor, la pérdida de impulso en buen grado obedece a las políticas promocionales pasivas, a la confianza excesiva en los mercados en cuanto a procurarnos sin esfuerzo una buena inserción en el mundo.

Con marcadas oscilaciones, el saldo negativo de la cuenta comercial alcanza un promedio cercano a los 7 mil millones de dólares en el periodo 1993-2004. La cuenta de exportaciones e importaciones manufactureras muestra datos menos favorables. El déficit promedio es del doble (14 mil millones de dólares anuales). Si a la cuenta manufacturera se le restan las compras y ventas de la maquila, la situación empeora.

Entre 1998 y 2004, los déficit manufactureros anuales promedian más de 33 mil millones de dólares, cifra peligrosa, cercana a 6% del producto total. Puesto en términos algo distintos, las importaciones de manufacturas de representar 88% del producto de esa actividad (1993), ascienden vertiginosamente hasta alcanzar 161% (2004) del mismo, evidenciando un serio proceso de desindustrialización relativa.

La debilidad manufacturera se puede apreciar desde otra perspectiva. En 1993, el intercambio con Estados Unidos y Canadá explicaba parte significativa (22%) de un déficit global de 13.5 miles de millones de dólares. Pronto, la situación se revierte hasta producir un superávit enorme de 52 mil millones en 2004.

Sin embargo, el desbalanceado intercambio con otros países genera un saldo conjunto negativo en ese año de 8.6 miles de millones de dólares: 17 mil millones de dólares de déficit con Europa, 41 mil millones con Asia, 5 mil millones con América del Sur. El error estratégico reside en la ausencia de políticas integrales de promoción del comercio exportador, centrándose los esfuerzos en la multiplicación de los tratados de libre comercio, esto es, dejando librados los resultados a la reacción e intereses de los mercados internacionales.

Tampoco se comprometen energías suficientes en la vertebración del nuevo sector exportador nacional con el resto de la economía. Las ventas externas, cuando más, han servido para aliviar el estrangulamiento externo de pagos y alentar la más plena libertad de importación, aun cuando ello signifique la desintegración del aparato productivo nacional. Por lo demás, no se ha impulsado el upgrading de la maquila, especializando al país en ensamblaje simple de mano de obra barata, a diferencia de las naciones asiáticas que ex profeso buscan insertarse en rubros productivos tecnológicamente avanzados.

Hace falta una política industrial compuesta por acciones públicas o públicas y privadas que promueven actividades específicas, encaminadas a generar desarrollo o resolver problemas considerados prioritarios por el Estado. En el caso de México es posible distinguir cuando menos tres campos necesitados de la política industrial.

Uno se refiere a facilitar los acomodos productivos a la apertura para reducir costos y sacrificios sobre todo de los pequeños y medianos productores. Otro abordaría la vertebración orgánica del sector exportador a la economía nacional. Un tercero se dirigiría a configurar hacia el futuro un sector productivo más robusto, dinámico y menos vulnerable.

En este último sentido cabría el impulso al aprovechamiento de las ventajas comparativas ya reveladas industria automotriz, electrónica, turismo a fin de consolidar nichos ventajosos en la globalización, así como en hacer el upgrading de la maquila y otras actividades conexas. Todas esas acciones contribuirían a facilitar desarrollo y empleo, a evitar quiebras y pérdidas de capital de los empresarios y a combatir el subempleo y la pobreza. Adviértase que históricamente la política industrial ha sido parte integral de las estrategias de los países del primer mundo antes y durante la posguerra y son parte sustantiva del exitoso desarrollo contemporáneo de varios países asiáticos.

Las objeciones a la política industrial surgen principalmente de las ventajas atribuidas al modelo de competencia perfecta. Sin embargo, los supuestos eficientistas de ese enfoque difícilmente se dan en la realidad del mundo contemporáneo. Hoy predomina la rivalidad oligopolística de pocas y grandes empresas transnacionales, hay mercados incompletos, economías de escala y asimetrías de información peculiarmente en los países en desarrollo.

Por lo demás, la estabilidad macroeconómica no basta para recobrar el dinamismo empresarial, fortalecer a la industria, resolver el estrangulamiento externo o impulsar la formación de capital. Así lo demuestra el breve recuento de la evolución de la economía y de la industria mexicana presentado en líneas anteriores que contrasta con los alentadores resultados de la política industrial de otras latitudes.

La población de México envejece sin haber salido de la pobreza ni aprovechar el llamado bono demográfico. De la misma manera el país debilita sus empresas productivas, conduciendo su mano de obra al sector formal o informal de servicios de inferior productividad, sin haber alcanzado antes la madurez industrial necesaria y sin aprovechar los mercados globalizados.
 

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