El papa que salvó a la Iglesia

Martes 19 de abril de 2005 – Diario La Nación

Por Vittorio Messori - Corriere della Sera

 

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El texto que publicamos a continuación es una respuesta a la nota Las contradicciones de Juan Pablo II, del teólogo disidente alemán Hans Küng, publicada originalmente en la revista alemana Der Spiegel y reproducida en esta página el martes último.

 

El entusiasmo de los editores por los artículos de Hans Küng parece cada vez menor, ya que disminuyen los lectores de este hombre, que nació en 1928 y ya está más cerca de los 80 años que de los 70. Quien hace tiempo parecía el símbolo de la modernidad eclesiástica, el profeta de una nueva iglesia, a los 77 años se interesa sólo en sus coetáneos, aquellos que eran jóvenes hace 40 años, a fines del Concilio.

 

Es impresionante, en efecto, cómo continúa reproduciendo siempre el mismo artículo, tanto que la necrología de Juan Pablo II preparada por él a principios de los 90 es la publicada ahora, prácticamente sin variaciones. Es impresionante, sobre todo, la total impermeabilidad a los hechos de este profesor, la prioridad absoluta del esquema ideológico previo. El mismo admite que su juicio sobre el papado de Karol Wojtyla ya era definitivo después de un año, en 1979, y que no le cambió ni una coma.

 

En un cuarto de siglo la historia se ha acelerado, imperios que parecían de roca y mármol han caído hechos polvo, la cultura ha cambiado. Pero Hans Küng, ya retirado como docente, desde hace mucho privado de su título de teólogo católico, continúa diciendo lo mismo que decía hace 25 años.

 

¿Cómo replicar a esta fijación un poco maníaca? ¿Qué decir de nuevo si no hay nada de nuevo en el interlocutor? No olvido lo que me dijo de él un prestigioso obispo, un colega suyo de cátedra teológica: "Como sucede a menudo, justamente aquellos que exigen de los otros actitud de diálogo son los que menos la tienen". En cuanto a lo que a mí respecta, he sido sepultado bajo sangrientos insultos en los principales medios del mundo por haber escrito un libro coloquio con el cardenal Joseph Ratzinger: mi culpa era haberlo dejado hablar y haber compartido muchas de las cosas que me decía. Küng, el teólogo de Tubinga, hubiera tolerado que le diera la palabra al prefecto del ex Santo Oficio sólo si lo hubiera contradicho y lo hubiera arrastrado a proceso público, acusándolo de traidor. Así lo considera él, en realidad, porque en los años del Concilio Vaticano II, el profesor Ratzinger formaba parte del grupo de enfants terribles de obispos alemanes, holandeses y franceses que crearon Concilium, la revista del disenso teológico. Un contestatario, por lo tanto, devenido gran inquisidor: ¡el colmo de la impiedad! ¿Cómo iba a dejársela pasar al pobre suscrito, que lo había entrevistado?

 

Además, Küng nunca me perdonó que justamente su "bestia negra", el papa Juan Pablo, me hubiera solicitado que le hiciera preguntas que luego se convirtieron en libro. El adjetivo "cortesano" es el más benévolo que me reservó por este trabajo, que, en realidad, no sólo no busqué, sino que encaré con algunas reticencias y resistencias.

 

¿Para qué, entonces, obstinarse en un debate sobre el enésimo artículo, si es evidente y probada la imposibilidad de sacar algún fruto de un diálogo que el ex docente rechaza desde siempre, cerrado en su esquema? Esquema que es, por otra parte, el de la mitad de los años 60, cuando el profesor formaba parte del equipo de consultores de los padres conciliares del centro y norte de Europa que determinaron la orientación del Concilio. Era la ideología de la modernidad; eran los años en que los sociólogos escribían libros con títulos como "El eclipse de lo sacro en la sociedad industrial" (Sabino Acquaviva) o en que teólogos como Harvey Cox publicaban textos como "La ciudad secular". Jóvenes clérigos ambiciosos, como nuestro Küng, descubrían, confundidos, la sociología, la politicología, la etnología, la psicología, el psicoanálisis y todos los "ismos", del feminismo al secularismo, que entonces parecían triunfar. Descubrían la democracia parlamentaria y querían aplicarla en la Iglesia. Descubrían la sexualidad y pretendían que se aplicara también en el estado clerical. Descubrían la laicidad y querían vivirla ellos mismos, tirando las sotanas, sayos y clergymen, pero sin renunciar al confortable estado religioso. Descubrían también, con un atraso de cinco siglos, la Reforma protestante y se enamoraban de ella como si fuera nueva, "moderna".

 

Muchos, se sabe, descubrieron el comunismo y buscaron transformar el Evangelio en el manual del perfecto guerrillero.

 

No fue el caso de Küng, que organizó su trabajo teológico con estilo gerencial, con un equipo de colaboradores, con informática y agentes literarios. Queda claro que un sacerdote así no podía tener nada que ver con aquel otro, el arzobispo de Cracovia, que venía de una Polonia donde la fe era algo heroico, donde la devoción popular estaba presente en la vida cotidiana, donde la Virgen estaba omnipresente, donde el secularismo y el laicismo mostraban su cara despiadada y en, lugar de atraer, producían temor y horror.

 

Es inútil esconderlo: el racismo siempre presente en la cultura germánica ha tenido entre sus objetivos justamente a Polonia, considerada tierra de eslavos holgazanes y complicados. ¿Cómo podría un orgulloso profesor de Tubinga aceptar como jefe y maestro a alguien que venía de esos lugares? El desprecio y el recelo hacia los latinos se encontraban entre los elementos que habían desencadenado la reforma protestante. Pero los eslavos eran peores aún. Hay un viejo y algo innoble dicho alemán que lo "políticamente correcto" ha intentado ocultar, pero que me ha tocado escuchar: cuando Dios decidió crear el mundo, por un lado hizo a los hombres y, por el otro, a los polacos.

 

Juan Pablo II fue execrado muy pronto por Küng, y por otros como él, por ser "hijo de una Iglesia arcaica". Con estas acusaciones, décadas después, nuestro teólogo sigue firme, pero el mundo ha salido de la "modernidad" para internarse en ese terreno desconocido que por falta de algo mejor, llamamos "posmodernidad".

 

Una vez participaba en una fastuosa conferencia de prensa internacional para la presentación de uno de sus libros, en el que solicitaba para la Iglesia Católica todo lo que ahora repite que espera de un nuevo papa. Es decir, sacerdotes casados, sacerdotisas, divorciados vueltos a casar, veneración de los homosexuales, anticoncepción libre, aceptación del aborto, párrocos y obispos elegidos democráticamente, cismáticos y herejes puestos como modelos, ateos, agnósticos y paganos considerados maestros de vida y pensamiento, de los cuales hay que aprender todo? A mi lado, lo escuchaba un pastor protestante que, al finalizar, tomó la palabra: "Muy lindo y edificante, profesor Küng. Pero dígame: ¿cómo puede ser que nosotros, los protestantes, todo eso ya lo tenemos desde hace mucho y sin embargo nuestros templos están más vacíos que vuestras iglesias?". El profesor no respondió a esa pregunta.

 

Veo ahora en esta síntesis malévola del pontificado que el pecado imperdonable de Juan Pablo II sería no haber integrado a la Iglesia Católica los pedidos de la Reforma. ¿Es posible que los viajes que hizo Küng por el mundo no le hayan mostrado que el único protestantismo que hoy parece tener futuro es el agresivo e intolerante de los ecumenismos, representado por miles de sectas y pequeñas iglesias? ¿Se puede hoy proponer para la Iglesia romana medidas que la Reforma ha adoptado hace casi cinco siglos y cuyos resultados están ante la vista de quien los sepa ver?

 

Un éxodo importante

 

En promedio, cada año diez mil anglicanos solicitan entrar en la Iglesia Católica. No hace mucho el arzobispo de Londres ordenó sacerdotes católicos a decenas de pastores anglicanos. Son hermanos y hermanas cuyo paso fue provocado por la decisión de la jerarquía anglicana de ordenar mujeres, decisión que no les aportó a ellos ningún católico (y -¡atención!- ninguna mujer católica), mientras que ha provocado un éxodo importante hacia el catolicismo.

 

Los hechos, profesor Küng, ¿no prueban exactamente lo contrario de sus teorías? ¿Qué nos dice, por ejemplo, de Holanda, que antes del Concilio era, quizás, el país del mundo con la más fervorosa vida católica y que luego cumplió en todo lo posible con las reformas que usted invoca y en poco tiempo fue reducida a un desierto donde las iglesias que no caen en ruinas son transformadas en supermercados, en pornoshops, en hamburgueserías? ¿Jamás nadie le ha revelado que si la más católica de las comunidades, la latinoamericana, se está pasando rápida y masivamente a sectas protestantes enloquecidas o si se vuelve a los cultos afroamericanos es justamente porque cierto clero católico dice haber elegido a los pobres, mientras que los pobres no lo han elegido a él?

 

 

Más que defender este largo pontificado de la catarata de acusaciones sin misericordia y sin lucidez que arrojaron en su contra, es necesario mostrar cómo las alternativas "a la Küng" no son en absoluto un remedio adecuado a los problemas de la Iglesia. Son problemas que existen, como siempre han existido, pero que para ser afrontados exigen algo bien diferente de las recetas de un "modernismo" ideológico que la historia ha superado, mostrando sus límites y sus riesgos.

 

Vittorio Messori es un periodista y escritor italiano, especializado en cuestiones eclesiásticas.

 

(Traducción de María Elena Rey)


 

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