¿Se avizora una europa musulmana?

Abril 2005

Escribe James Neilsen


Aunque la Argentina es un país en el que la mayoría se afirma católica, aquí el aborto es tan común como en las sociedades pos-cristianas de Europa. Demás está decir que las más cruelmente afectadas por la prohibición formal son los muchos miles de mujeres pobres que no están en condiciones de trasladarse al Primer Mundo y por lo tanto abortan en sus casas o en clínicas clandestinas improvisadas. Lo que para la Iglesia es un problema ético, cuando no teológico, es para muchos una cuestión terriblemente concreta.

¿Debe la ley adaptarse a esta realidad trágica, o debería basarse firmemente en principios religiosos o filosóficos inamovibles? Desde hace más de dos siglos, el pragmatismo secular, liberal e individualista, la corriente que ha plasmado el mundo en el que vivimos, está derribando uno tras otro los muros erigidos en nombre de Dios por los defensores de esquemas tradicionales. En muchos países, los viejos tabúes relacionados con la conducta personal, sobre todo los vinculados con el sexo, se han visto remplazados por otros de inspiración política, como la prohibición de usar epítetos racistas y de discriminar entre las personas por su género, lo que hacen en privado, origen étnico, condición física y creencias.

Puesto que la Iglesia Católica se formó hace dos milenios y pretende representar verdades eternas, ha tenido forzosamente que oponerse sistemáticamente a las innovaciones, pero a pesar del vigor de sus adalides no le ha sido dado hacer retroceder a las legiones satánicas que en el Primer Mundo ya han avanzado tanto que les está resultando difícil pensar en nuevos territorios para conquistar, de ahí los debates furibundos que están celebrándose en torno a temas antes inconcebibles como el supuesto por los matrimonios unisex.

La verdad es que en Europa y Estados Unidos, la Iglesia Católica parece derrotada. Desprestigiada por la publicidad dada a las actividades non sanctas de sacerdotes lascivos, sus intentos de incidir en la conducta de los fieles puestos en ridículo, las perspectivas que enfrenta distan de ser brillantes. Se ve ante un dilema existencial: si procura modernizarse, compartirá el destino de la Iglesia Anglicana que se ha convertido en un club de bien pensantes progresistas que manifiestan cierta nostalgia por los ritos ancestrales aunque entienden que todo es meramente metafórico; si se mantiene en sus trece, será tomada por una secta fundamentalista apta sólo para fanáticos. No sorprende, pues, que en el Vaticano sean muchos los que sospechan que el futuro del catolicismo estará en América latina y en África, no en América del Norte y Europa. Puede que haya perdido en España e Italia, pero en la Argentina, Chile y otros países de nuestro entorno aún no se ha dado por vencida.

Un síntoma notable de la crisis de la Iglesia Católica consiste en el interés actual por mejorar las relaciones no sólo con confesiones cristianas heréticas sino también con otros enemigos históricos de la fe verdadera, y por lo tanto la única admisible incluso en tiempos de tolerancia ecuménica, como los judíos y musulmanes. En el Vaticano entienden que no es el momento para renovar las internas religiosas porque lo que está bajo ataque es la religión como tal, o sea, la idea de que la vida tiene un sentido cósmico, por decirlo así, que trasciende el individuo. La erosión de esta forma de conciliarse con el universo y con la muerte está en la raíz de la pérdida de autoridad tanto del catolicismo como de las iglesias protestantes establecidas.

En esta batalla, los católicos llevan las de ganar, aunque esto no necesariamente significa que su propio culto se verá beneficiado. Por motivos que no es difícil comprender, la utopía secular, muy respetuosa de una lista creciente de derechos individuales adquiridos, entre ellos el de abortar por la razón que fuera, está resultando ser una distopía.

No sólo es cuestión del libertinaje que tanto ofende a los curas y que de todos modos no es de por sí antirreligioso. Es algo mucho más grave. Acaso el problema más alarmante que enfrentan los europeos y, si bien en menor medida, los norteamericanos, es su propia negativa a procrear con el entusiasmo necesario para que sus respectivas sociedades puedan perpetuarse al menos tres o cuatro generaciones más. Tal y como están las cosas, cuando un joven universitario actual tenga sesenta años, países como Italia y España, Rusia y Bulgaria, habrán perdido entre el 20 y el 30 por ciento de sus habitantes nativos, lo que hace prever que en el caso poco probable de que aquel universitario tenga nietos, ellos vivirán en un mundo en el que italianos, españoles, búlgaros, rusos y muchos otros sean como los últimos onas de Tierra del Fuego. Lejos de ser fantasioso, el vaticinio de que a fines del siglo XXI Europa sea un continente mayormente musulmán parece una apuesta muy segura.

La conciencia de que algo anda terriblemente mal en una civilización sin interés en reproducirse porque lo único que importa es el bienestar inmediato de cada uno, más las poderosas fuerzas demográficas desatadas por los horizontes estrechos así supuestos, están contribuyendo al imponente revival religioso que está experimentando Estados Unidos, el país que, por paradójico que parezca, mejor encarna la modernidad. La manifestación más notoria de este fenómeno es, cuando no, el presidente George W. Bush, mandatario que cuenta con el apoyo ferviente de la "derecha cristiana" cuya nómina de enemigos se asemeja bastante a la redactada por los estrategas del Vaticano. Que eso haya ocurrido puede considerarse irracional y es sumamente fácil mofarse de las creencias fundamentalistas de Bush y otros dirigentes norteamericanos. Con todo, a la larga éstos saldrán airosos de su conflicto con los escépticos y progresistas, aunque sólo fuera porque tendrán más descendientes.
 

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