LAS HERRAMIENTAS DE LA PATRIA

por: Leopoldo Marechal
Buenos Aires, 1968
 

Cuando un país vive las horas genéticas de su destino, todas las actividades que contribuyen a esa inmensa "promoción de la Patria" tienen un común denominador que signa y une a los hombres lanzados a la empresa; y ese común denominador está en todos los factores de la Patria, desde un martillo a una sinfonía.

Los organizadores de la última exposición de máquinas y herramientas argentinas tuvieron sin duda esta noción cuando nos invitaron a visitar esa muestra en sus instalaciones de Palermo. Estábamos, entre otros, Ernesto Sábato, Antonio Berni, Alberto Ginastera, Astor Piazzolla y yo: las ciencias, las artes y las técnicas que representábamos nos unieron allá en una sola conciencia, la del que hacer nacional. Y todos nos entusiasmamos como niños adultos: niños en esta infancia de la Patria, y adultos en la meditación de su destino.

Por mi parte no era ciertamente ajeno a la visión de aquellas maquinarias ni al uso de aquellas herramientas. Mi padre, Alberto Marechal, fue un mecánico de excepción: toda máquina nueva se le presentaba como un desafío a su ingenio, y toda máquina enferma como una solicitud a su arte de curar los humildes robots de principios de siglo.

Fue gracias a su habilidad que, pese a nuestra digna pobreza, tuve yo en mi niñez los juguetes más insólitos, los manomóviles más raudos, los más certeros fusiles de aire comprimido y patines más voladores, obra de sus manos inquietas y de su invención que no dormía. Yo, un niño de diez años, lo ayudaba tanto a aquellas maquinaciones ingeniosas como en la reparación de relojes, máquinas de coser y otros artefactos de los vecinos, a que mi padre se daba gratuitamente por amor del arte y de sus prójimos.

Al mismo tiempo, su afición a las técnicas nacientes introdujo en el hogar la primera cámara fotográfica con su laboratorio de revelación, el primer fonógrafo a cilindros que conoció el barrio y la recuerda en la primera instalación eléctrica que sucedió gas.

Cuando el primer aviador francés llegó al país, hizo en Longchamps una exhibición de vuelo en su máquina de varillas y telas, mi padre y yo asistimos a ese milagro de volar cien metros, a cuarenta de altura; y regresamos de Longchamps con un entusiasmo que nos convirtió en aeromodelistas. Construimos entonces una miniatura de biplano con su hélice, y mi padre se desveló en el problema de darle motores. Le falló un mecanismo de reloj: era excesivamente pesado. E inventó al fin un sistema de gomas de honda retorcidas, que al desenrollares nos ofreció un despegue insuficiente pero consolador.

Fue la exposición de máquinas y herramientas la que suscitó en mí esta serie de recuerdos infantiles; y me pregunté allá si los ingenieros de aquellas máquinas no serían los sucesores lógicos de mi padre, aquel oscuro y genial mecánico de Villa Crespo.

Pero durante la visita, mis evocaciones continuaban en aquel orden de ideas: yo siempre fui un desvelado espía de los hechos nacientes que iban relacionándose con la Patria. Cuando realicé mi primer viaje a Europa, lo hice en un barco alemán de clase única y naturalmente bajo el pabellón de aquel país. Yo tenía veinticinco años; y durante toda la navegación, adaptándome a los usos, alimentos y costumbres germánicos, me pregunté si alguna vez me sería dado cruzar los mares bajo el pabellón nacional y entre hombres y cosas argentinos.

Más tarde, la creación de nuestra flota de ultramar satisfizo aquel deseo de mi juventud. Pero una nueva inquietud se apoderó entonces de mí: si viajaba yo bajo los colores azul y blanco de mí patria, el buque donde lo hacía era de construcción extranjera. Y al punto soñé con los futuros astilleros nacionales, instalados junto a nuestro río y nuestro mar, donde mis compatriotas armarían las grandes naves de nuestra expansión marítima.

Me digo aún que si es lícito y necesario "comprar" al extranjero nuestras maquinarias de la paz y la guerra, sería más lógico, y más de hombres, que las fabricáramos nosotros. El mejor obrero es el que maneja una herramienta de su propia factura y el mejor soldado es el que esgrime un arma templada por él mismo.

Aquella tarde, en las grandes instalaciones de Palermo, y llevado por mis nunca silenciosas
inquietudes, le pregunté a un técnico que nos acompañaba si la construcción y lanzamiento de un vehículo espacial argentino entraba en lo posible. Y me contestó, abarcando con sus ojos las criaturas de metal que llenaban el recinto: "Aquí están ya todos los elementos necesarios a esa obra".
 

[Portada]